
Antiguos Credos
La Fe que Profesamos
Desde los tiempos apostólicos, los cristianos han recurrido a los llamados símbolos de la fe, o credos, como formas breves y solemnes para proclamar las verdades fundamentales del Evangelio. Estos textos, usados tanto en la predicación como en la liturgia, han servido como expresión viva de la fe recibida y como defensa frente a los errores.
En la Iglesia antigua existieron diversos símbolos breves, cuya función era recordar y transmitir con fidelidad el núcleo de la doctrina cristiana. Con el paso del tiempo, y particularmente en el siglo IV, cuando surgieron graves disputas sobre la naturaleza del Hijo de Dios y del Espíritu Santo, se hizo necesario desarrollar fórmulas más completas, dando origen a los grandes credos ecuménicos.
Ya en los comienzos, el Apóstol san Pablo hace referencia a una antigua fórmula de fe al escribir: "Porque ante todo les transmití a ustedes lo que yo mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, que fue sepultado, que resucitó al tercer día según las Escrituras, y que se apareció a Cefas, y luego a los Doce" (1 Cor 15, 3-5). Muchos estudiosos coinciden en que san Pablo está citando aquí una de las formulaciones más tempranas del kerigma cristiano.
Entre los símbolos de fe que han perdurado en la vida de la Iglesia, destacan especialmente dos: el Credo de los Apóstoles y el Credo Niceno-Constantinopolitano. Ambos, reconocidos por las Iglesias de raíz apostólica, expresan con sobriedad y profundidad los pilares de la fe trinitaria y cristológica, y su recitación forma parte habitual de la liturgia en la Iglesia Antigua Católica y Apostólica.
A continuación, se presentan los textos de estos credos, que seguimos profesando con plena adhesión y reverencia, como herederos de la fe una y católica.

El Credo de los Apóstoles
La tradición eclesial señala que los doce Apóstoles de Nuestro Señor Jesucristo formularon, en los primeros días de la Iglesia, un compendio de fe que recogía los puntos esenciales de la predicación cristiana. Aunque los estudiosos discrepan sobre el momento y la forma exacta de su aparición, lo cierto es que la necesidad de una profesión concisa y autorizada de la fe emergió desde los comienzos del cristianismo.
Como atestigua el Apóstol san Pablo —primer gran misionero y autor de varios escritos del Nuevo Testamento—, al dirigirse a la comunidad de Corinto, recuerda la enseñanza que él mismo recibió como tradición viva de la Iglesia naciente. Desde entonces se vislumbran las bases de la creencia cristiana, lo que san Pablo denomina de "primera importancia": "Que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, que fue sepultado, resucitó al tercer día según las Escrituras".
Los Padres Apostólicos y los escritores eclesiásticos de los siglos II y III, como san Ignacio de Antioquía, san Ireneo de Lyon y Tertuliano, elaboraron fórmulas breves que reflejan en lenguaje doctrinal los elementos fundamentales del Evangelio. Tertuliano llegó a referirse a ellas como "la regla de la fe" (regula fidei).
Un antiguo texto bautismal conocido como el "Credo romano", posiblemente del siglo II, contenía una serie de preguntas dirigidas a quienes iban a recibir el Bautismo. Su formulación y vocabulario coinciden notablemente con los artículos del llamado Credo de los Apóstoles.
La primera aparición documentada del texto actual del Credo se encuentra en unas anotaciones del monje Priminius hacia el año 753. En esa misma época, el emperador Carlomagno lo promovió como norma catequética en todo su imperio, favoreciendo así su difusión y uso común en las iglesias de Occidente.
A lo largo de los siglos, se han redactado diversas declaraciones de fe, adaptadas a nuevos contextos y desafíos. Sin embargo, el Credo de los Apóstoles ha conservado su vigencia como síntesis universal de la fe cristiana, y en muchas comunidades sigue siendo la base sobre la cual se edifican nuevas confesiones, oraciones y enseñanzas.
✠ El Credo Apostólico ✠
Creo en Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra.
Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos.
Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén.
El Credo Niceno-Constantinopolitano
El símbolo de la fe que aquí se presenta fue compuesto por los Santos Padres del Primer y Segundo Concilio Ecuménico. En el Concilio de Nicea (325), convocado para afirmar la divinidad del Hijo frente al error de Arrio —quien sostenía que el Hijo había sido creado por el Padre—, se redactaron los siete primeros artículos. Más tarde, en el Concilio de Constantinopla (381), se añadieron los cinco artículos restantes, en los que se defendía la divinidad del Espíritu Santo frente a la herejía de Macedonio, quien negaba su plena dignidad divina.
Por la ciudad en que se celebraron estos concilios, el símbolo ha recibido el nombre de Credo Niceno-Constantinopolitano, y ha sido reconocido como profesión solemne de la fe católica en la liturgia de la gran comunión eclesial surgida de los Concilios de Nicea y Constantinopla.
Este símbolo, de extraordinaria riqueza teológica y precisión doctrinal, está estructurado en doce artículos: el primero se refiere a Dios Padre; del segundo al séptimo, al Hijo; el octavo, al Espíritu Santo; el noveno, a la Iglesia; el décimo, al Bautismo; y los dos últimos, a la resurrección de los muertos y la vida eterna.
A lo largo de la historia, este símbolo ha conocido algunas variantes de redacción en distintos contextos litúrgicos, particularmente en el artículo sobre el Espíritu Santo. Sin embargo, su integridad doctrinal ha sido venerada por generaciones de fieles en Oriente y Occidente, como expresión auténtica del misterio trinitario y de la fe cristiana.
A continuación, y sin necesidad de añadir ulteriores comentarios —pues el símbolo habla por sí mismo—, se expone el texto completo del Credo Niceno-Constantinopolitano, tal como fue confirmado por los Padres en el Concilio de Constantinopla I (381) y venerado por la Iglesia a lo largo de los siglos.
En el artículo referente al Espíritu Santo, se incluye respetuosamente entre corchetes la expresión [y del Hijo] (Filioque), conforme al uso litúrgico tradicionalmente adoptado por las Iglesias de rito latino.
✠ Credo Niceno-Constantinopolitano ✠
Creo en Un solo Dios, Padre Omnipotente, Creador del cielo y de la tierra, y de todas las cosas visibles e invisibles.
Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos; Luz de Luz, verdadero Dios de Dios verdadero, engendrado, no creado, consubstancial al Padre, por quien fueron hechas todas las cosas.
Quien por nosotros, los hombres, y para nuestra salvación bajó de los cielos, se hizo hombre, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, la Virgen, y se hizo Hombre.
Y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos,
y su reino no tendrá fin.
Creo en el Espíritu Santo, Señor y Vivificador, que procede del Padre [y del Hijo], que con el Padre y el Hijo es juntamente adorado y glorificado, y que habló por los profetas.
Creo en la Iglesia que es Una, Santa, Católica y Apostólica. Confieso un solo bautismo para la remisión de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del siglo venidero.
Amén.