
Corpus Christi: Bajo el velo del Sacramento, camina el mismo Cristo. Donde pasa el Santísimo, florece lo eterno.
El Leccionario en un texto
Primera Lectura: Génesis 14, 18-20
«Melquisedec, sacerdote del Dios altísimo, sacó pan y vino y bendijo a Abraham» (Gn 14,18).
Salmo: Salmo 109
«Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec» (Sal 109,4).
Segunda Lectura: 1 Corintios 11, 23-26
«Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros... Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre» (1 Co 11,24-25).
Evangelio: Lucas 9, 11b-17 «Tomó los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, los partió y los iba dando a los discípulos» (Lc 9,16).
Homilía
Amados hermanos:
Hoy nos inclinamos en adoración ante el Sacramento donde habita, verdadera y substancialmente, el centro vivo de nuestra fe. Esta solemnidad, luminosa y temblorosa, nos conduce por el umbral del altar hacia la hondura sagrada del Misterio cristiano: el don del Cuerpo entregado y la Sangre derramada del Señor. Todo en la Iglesia fluye de esta Mesa santa y hacia ella retorna, como a su fuente inagotable y a su cima gloriosa. En ella respira la Esposa en el silencio de la adoración, se alimenta el Pueblo con el Pan de los fuertes y reposa el Corazón traspasado de Cristo, oculto en la Hostia, ofrecido en amor eterno.
Melquisedec, sacerdote del Dios Altísimo y rey de Salén, salió al encuentro del patriarca Abraham portando pan y vino en sus manos alzadas. Aquella escena, ofrecida en el alba sagrada del pueblo de la promesa, contenía una bendición que no agotaba su sentido en lo visible. El gesto, sereno y sacerdotal, guardaba en su entraña una figura arcana, una prefiguración silenciosa de la plenitud que habría de revelarse en Cristo. Bajo los signos primitivos del pan y del vino, el Espíritu ya trazaba los contornos del Misterio: una donación que desciende del cielo para permanecer entre los hombres como alimento de eternidad. En aquel ofrecimiento, el Verbo aún no encarnado se dejaba entrever en forma velada, anunciando la Alianza sellada en Sangre y el Pan de Vida que se inmola sacramentalmente sobre cada altar.
Y llegó la hora. En la intimidad del Cenáculo, el Señor se alzó como Siervo y confió el don supremo, nacido de su amor llevado hasta el extremo. Con voz serena y majestuosa, pronunció las palabras que no pasan: "Esto es mi Cuerpo… Este cáliz es la nueva Alianza en mi Sangre". En ese instante, el culto antiguo fue consumado en plenitud, y por medio de los signos humildes del pan y del vino, comenzó a desplegarse, con fuerza invisible, la obra misma de la redención.
En esta celebración no venimos a rememorar desde la distancia un hecho venerable, consumido en la historia o ajeno a nuestra hora. Lo que en la Cena se manifestó y en la Cruz alcanzó su plenitud, hoy se actualiza con poder, con idéntica fidelidad y con la misma fuerza redentora. Cada vez que un sacerdote consagra, el Sacrificio del Calvario atraviesa el tiempo y se hace presente, y el Corazón traspasado del Redentor vuelve a latir en el centro vivo de su Iglesia peregrina. Es el cielo que desciende sobre la tierra: una Presencia encendida que nos alcanza, nos transfigura, nos habita.
Donde
el pan es tomado y bendecido, parte el Señor el Pan de su propia carne.
Donde
el cáliz es alzado, su Sangre habla con voz más elocuente que la de Abel.
En este misterio, Cristo habita en medio de los suyos y, en lo hondo del alma, obra la renovación, fecundándolos con su vida gloriosa. Y en ese acto sublime, comunica su plenitud a quienes lo reciben con fe, injertándolos en su existencia resucitada. ¡Qué admirable es el Misterio de nuestra Fe!
Reconozcamos cómo el Señor deja en cada gesto la huella de lo eterno. Cuando multiplicó los panes en el desierto, no sólo sació la necesidad del cuerpo, sino que robusteció la fe de quienes le seguían. Aquel acto fue signo de una promesa mayor: una mesa inagotable, un alimento que sostiene hasta la plenitud del Reino. "Dadles vosotros de comer", dijo entonces a sus discípulos. Y esa palabra, pronunciada en el desierto, fue confiada a la Iglesia como tarea viva, como mandato imperecedero que suscita el servicio y edifica la comunión; signo luminoso de los gestos del Señor, que sigue ministrado desde el santuario celeste, renovando en cada Eucaristía su don irrevocable.
La Hostia consagrada es epifanía del Amor oculto que no conoce ocaso, sacramento del Dios que se vela para habitar en lo íntimo. En ella no hay estruendo, ni urgencia, ni forma que deslumbre, y sin embargo todo lo eterno reposa en ese fragmento sagrado. La Presencia permanece, callada y real, como astro ardiente sobre el altar. No hay palabra humana que alcance a decir lo que allí sucede, pero el alma que se postra lo comprende en el Espíritu. Cada tabernáculo es un santuario que invita al encuentro, donde late enamorado el Corazón del Cordero inmolado, aguardando el sí del hombre reconciliado. En ese lugar santo, el tiempo se detiene y la misericordia se condensa, como perfume ofrecido al Padre, para bien de su pueblo y alabanza de su Hijo glorificado.
Así, hermanos amados, la Iglesia vive de este misterio que se ofrece en la Mesa de la Comunión. En ella encuentra su fuerza el testigo, su luz el consagrado, su consuelo el enfermo, su descanso el alma herida. Aquí nace la caridad verdadera, y brota la paz que gozan los santos. El altar es la cuna donde se renueva la esperanza, se acrisola el perdón y madura la reconciliación. En cada Eucaristía, la comunidad cristiana redescubre su identidad, reconoce su pertenencia y se deja conducir por Cristo hacia el Reino que no pasa.
Y como Abraham, también nosotros ofreceremos el pan y el vino a Cristo, el que es sacerdote eterno según el rito de Melquisedec. En su presencia, estos dones humildes dejan de ser simples frutos de la tierra y del trabajo humano, y se convierten en instrumentos de su gracia. Acerquémonos con fe, con la fe de los redimidos, sabiendo que, en este Misterio, por la acción del Espíritu Santo, está verdaderamente presente el Señor con su Cuerpo y su Sangre, presencia real y permanente. Quien lo recibe con corazón creyente es purificado de los pecados de cada día, toca el misterio de la Santísima Trinidad, y entra así en la comunión de la vida de las almas gloriosas en Cristo y con Cristo.
Escúchalo: en este encuentro donde el alma rendida se deja abrazar por el Misterio, se efectúa la Absolución, y en ella se esconde un prodigio más alto que toda justicia: el inocente habla por el culpable . El mismo Cristo, que cargó sobre sus hombros nuestras culpas, se presenta hoy como tu Abogado fiel. En las llagas de su Pasión ha escrito tu inocencia, y con la sangre de su Pasión ha firmado tu liberación definitiva. Cuando el sacerdote alza su mano y pronuncia el perdón, es el Señor quien habla desde su Cuerpo, que es la Iglesia. Y por ese gesto sacramental, tú quedas revestido con vestiduras blancas, limpio de toda mancha, santo con la santidad que refleja en ti, el Santo entre los santos.
Esta es la vía más digna para acercarse a Él, con el alma purificada por la gracia, con ese temblor que brota del asombro, y con la serena certeza de que el Misericordioso no se reserva nada, lo da todo: Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Este es el Misterio que hoy contemplamos y adoramos, tal como san Pablo nos lo enseñó: con fe viva, con santo temor, con temblor sagrado… y con esperanza firme, con un corazón abierto que reconoce que todo ha sido cumplido en Cristo.
No obstante, este es un momento sagrado que pide ser acogido con toda el alma. No estamos ante un prodigio que acontece sin nosotros. Cada uno ha sido llamado a participar plenamente, con fe despierta, con amor vigilante. Cuántas veces el alma, tocada por lo cotidiano, se rinde antes de tiempo y se deja adormecer. Se enfría la atención, se dispersa el corazón, y se atrofia en nosotros el sacrificio espiritual de alabanza que debería elevarse unido al del sacerdote. Entonces no basta con asistir: se trata de ofrecer, de entrar, de responder. Participar de la Eucaristía es dejar que Cristo lleve consigo nuestras luchas, nuestras acciones de gracias, nuestro dolor redimido, nuestra alabanza viva. Todo eso debe estar sobre el altar, con el pan y el vino, como ofrenda viva que asciende al Padre.
Cierto es que, por ahora, las dádivas celestiales no arrancan del todo las espinas del camino. No desaparecen, en un solo instante, los sufrimientos que hieren ni las sombras que nublan la inteligencia. Pero en medio de esta fragilidad que persiste, los dones sagrados abren paso a una fortaleza distinta. El Pan vivo sostiene al alma como báculo en la noche; la Sangre santa, contenida en el cáliz, derrama vigor sobre el corazón fatigado. Y en este combate, que muchas veces se libra en el silencio más hondo, el cristiano aprende a resistir sin endurecerse, a esperar sin ceder al desaliento, a caminar sin desmayar.
No dudemos, llegará el día. La luz definitiva se alzará, y todo hallará su forma última. La Cruz, compañera fiel del camino, será transfigurada en diadema de gloria. No habrá ya lágrimas, ni gemido oculto, ni reproche murmurado desde la sombra. El fiel devoto será abrazado en la paz del Cordero, donde no existe la culpa, ni la vergüenza, ni la desolación. Todo lo que aquí dolió quedará envuelto en la dulzura de Dios.
Por eso, mientras tanto, ven. Acércate a las aguas que limpian y dan vida; esas aguas que sacian sin exigir precio alguno. Aunque tus manos estén vacías, aunque no lleves méritos ni moneda, ven. Aquí se ofrece vino que alegra el alma, leche que nutre la infancia espiritual, miel que reanima al abatido. Permite que todo tu ser se embriague de la abundancia del Señor. Deja que Él llene los espacios vacíos que llevas dentro. Escucha… y tu alma vivirá. Él te proveerá, porque ha venido a salvarte no únicamente en la hora postrera, sino también en este día concreto, en esta tierra donde habitas y luchas.
"Siéntate. Si quieres, recuéstate." Eso fue lo que dijo en la ladera de la montaña, cuando multiplicó los panes para la multitud hambrienta. Y no ha cesado este milagro, ni han cesado tantos otros. Confiemos en Aquel que, por amor, ha querido quedarse entre nosotros y por la acción del Paráclito, permanece.
Cristo, que es "Príncipe desde el día de su nacimiento, entre esplendores sagrados",
"Sumo y
eterno Sacerdote según el rito de Melquisedec",
se ofrece cada día como Pelícano piadoso,
alimentando a su pueblo con su Cuerpo glorioso y su
Sangre redentora.
Rindamos alabanza al Verbo que se hace manjar,
al Fuego que se disimula en el trigo,
al Amado que habita en el silencio del Pan,
a la Sangre del Cordero que fluye como río de
misericordia,
al Misterio escondido que brota como manantial de Vida
eterna.
¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!
¡Sea por siempre bendito y alabado!
Mons. + Abraham Luis Paula Ramírez