
“Cristo Rey: El Trono de la Misericordia”
El Leccionario en un texto
Primera Lectura: «Entonces vinieron todas las tribus de Israel a David, y le dijeron: "Hueso tuyo y carne tuya somos… Tú apacentarás a mi pueblo Israel"». (2 Sam 5,1-2)
Salmo: «¡Qué alegría cuando me dijeron: "Vamos a la casa del Señor"!». (Sal 121,1)
Segunda Lectura: «Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura, cabeza del cuerpo que es la Iglesia». (Col 1,15.18)
Evangelio: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino… Hoy estarás conmigo en el Paraíso». (Lc 23,42-43)
Homilía
"Digno es el Cordero inmolado de recibir el poder y las riquezas, la sabiduría y la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza». Entonces oí que todo lo creado en el cielo, y en la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y todo lo que hay en ellos, decían: «Al que está sentado en el trono y al Cordero sean dadas la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos». Los cuatro seres vivientes decían: «Amén». Y los veinticuatro ancianos se inclinaron y adoraron". (Apocalipsis 5:12-14)
A este canto hermosísimo, que resuena incesantemente en las mansiones celestes y que sube cual incienso delante del Rey de reyes y Señor de señores, nos unimos todos los súbditos de tan alta y excelsa Majestad: Cristo, el primero y el último, el primogénito de entre los muertos, soberano sobre todo, único mediador entre Dios y los hombres, impar camino al Padre, salvación de los que creen en su Nombre.
En la primera lectura de hoy vemos a todo Israel acercarse a David y decirle: «Hueso tuyo y carne tuya somos»; reconocen en él al pastor que ha de apacentar al pueblo y al rey que ha de conducirlo en nombre del Altísimo. Aquella unción de David prepara el corazón de la Iglesia para reconocer hoy en Cristo al verdadero Ungido, Rey y Pastor, en quien se cumplen todas las promesas.
La celebración de la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, es un llamado a poner nuestros ojos en lo verdaderamente esencial y auténtico de nuestra Fe: Cristo, nuestro Omega. Nada está sobre Él, y ni siquiera por debajo de Él, porque aún en la final jornada será Cristo nuestro Juez y Abogado.
Al igual que fue difícil para los contemporáneos del Señor verle como Rey, lo sigue siendo para el hombre de hoy. ¿Cómo era posible que todo un Rey hubiese nacido en una familia pobre, en un pueblo pequeño, que haya vivido en la austeridad, itinerante, relacionado con lo peor de la sociedad y, finalmente, que haya sido humillado, traicionado, negado y ejecutado como a un criminal? ¡Ésta no es la vida ni la muerte de un Rey! ¿Quién podría tomar en serio a Jesús? Ninguna autoridad política o religiosa podría aceptar el reinado de alguien con esas características. Por lo menos Pilato y los líderes religiosos de los judíos no podían: «¿Así que tú eres rey?» «Los de tu nación y los jefes de los sacerdotes son los que te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?».
¿Y qué sucedería si miramos por nuestra parte? Hay muchos, incluso cristianos, que al contemplar las realidades que nos rodean —desastres naturales, terrorismo, guerras, enfermedades, injusticias, odios…— preguntan al igual que Pilato: «¿Así que tú eres rey?». ¡Cómo creer si han pasado más de dos mil años de la inauguración del Reino y la humanidad no deja de padecer! ¿Es éste el reinado inaugurado? Parece que no. ¿Y entonces?
Jesús mismo responde: «Mi reino no es de este mundo. Si lo fuera, tendría gente a mi servicio que pelearía para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí». ¿Qué tipo de reino es el que esperamos? El problema de su tiempo se repite hoy, y consiste en entender el Reinado de Cristo con expectativas demasiado "mundanas". Su reino «no es de este mundo»; así que, si estamos esperando un reinado con las características de una monarquía terrenal, la que fuese, estamos entendiendo mal. Así como Cristo, el Rey, no es de la realeza del mundo, ni de la alcurnia temporal, ni ostenta riquezas que el orín corroe o un poder político pasajero, tampoco su reinado responde a las formas mundanas. Este Emperador nuestro, es el Hijo de Dios; entonces, su Reino y su reinado corresponden al querer de Dios, manifestado en Su vida y en sus palabras.
El Evangelio de este domingo nos introduce en el misterio de un reinado sin precedentes en la historia de la humanidad: Cristo reina desde la Cruz. Sobre su cabeza está escrito: «Este es el Rey de los judíos». Y allí, en su trono de entrega, brota la súplica incesante de todo el que le ha conocido a través de los siglos, en todo tiempo y lugar: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Y sobre aquel corazón contrito se derrama hoy —como lo ha sido desde entonces— la promesa real: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,35-43). ¿Queremos mayor prueba de misericordia y reconciliación?
San Pablo señala la grandeza del reinado de Cristo, al proclamar es la "imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura", "cabeza del cuerpo que es la Iglesia", y que por la sangre de su cruz el Padre ha querido reconciliar todas las cosas (Col 1,12-20). Es esta entrega la que revela la verdadera majestad del Rey.
Está bien —podemos decir—, sé de qué trata el reinado de Cristo. Hoy muchos cristianos en todo el mundo le proclamamos Rey, y si le tenemos por nuestro Rey, por consecuencia somos sus súbditos. Tendríamos, entonces, que preguntarnos: ¿qué hace un súbdito? Hace lo que desea y lo que le indica su Rey, su Soberano. Por eso decimos que el Reinado de Cristo está dentro de nosotros mismos, pues Cristo es verdadero Rey nuestro cuando nosotros hacemos lo que Él desea y lo que Él nos pide. Y cuando el corazón reconoce su reinado, se cumple en nosotros lo que cantaba el salmista: «subimos jubilosos a su presencia porque sabemos que allí está nuestra paz y nuestra morada».
¿Qué nos pide este Pastor amoroso, que siempre nos cuida y sale a buscarnos cuando nos descarriamos o nos cura cuando estamos heridos? Precisamente lo que más nos conviene a nosotros: hacer la Voluntad del Padre. En eso consiste el Reinado de Cristo en cada uno de nosotros: en que hagamos la Voluntad de Dios. No en vano Jesucristo nos enseñó a decir en el Padre Nuestro: «Venga tu Reino» y, seguidamente: «Hágase tu voluntad».
Los signos de pertenencia a este Reinado los deja muy claros. Reconocerá a los suyos con estas palabras: «Tuve hambre y me diste de comer… tuve sed y me diste de beber…». Comentando esto a la luz del pensamiento teológico de hoy, sabemos que estas expresiones las usa el Señor por vía de ejemplo para recalcar la gran importancia de la caridad. Pero no es lo exclusivo: Él no sólo ve lo exterior de nuestras obras, sino las intenciones que las impulsan. Y es por ello que la verdad corona Su cabeza, como lo proclama el salmo: «Pues allí está la sede de justicia, la sede de la casa de David». Y he aquí que entra la figura del juez.
No olvidemos que todos compareceremos ante el gran tribunal de Cristo. Hay dos dimensiones en ello: el Juicio Particular, que tiene lugar en el mismo momento de nuestra muerte, y el Juicio Universal, que sucederá al final de los tiempos, precisamente cuando Cristo vuelva glorioso a establecer su reinado definitivo. La tranquilidad la tenemos al saber que no habrá discrepancias entre uno y otro. En el Juicio Final será ratificada la sentencia que cada alma recibió en el Juicio Particular. Es decir: los condenados quedan condenados y los salvados ya están salvados.
Pero podemos estar tranquilos, porque no hay condenación para los que están en Cristo. No hay condenación para aquellos que, como su Rey, se visten de santidad. Nada puede separar de su Amor a aquellos que, siguiendo su ejemplo, hemos amado sin medir los esfuerzos ni las consecuencias.
En el Tribunal Divino seremos juzgados sobre cómo hemos amado: cómo hemos amado a Dios y cómo ese amor de Dios se ha reflejado en nuestro amor a los demás. Entonces, una vez juzgados por Cristo, justo Juez en la Parusía, Él separará a los salvados —los siervos de su Reino— de los renegados —los rebeldes y adversos—. Y Cristo Rey del Universo establecerá su reinado definitivo. Entonces «Dios será todo en todos». ¡Quiero formar parte de ese reino!
Es por ello que la Iglesia está llamada una y otra vez a la Evangelización. Estamos interpelados por el Señor a anunciar a todos los pueblos la soberanía de su Nombre, su Amor y su perdón. Cada uno, desde su lugar, desde el más grande hasta el más chico, debemos ser portavoces de las maravillas presentes y futuras de todos los que pertenecemos a este reinado.
La señal de este Reino tiene una doble dimensión: la física, por cuanto se cuida la vida humana; la espiritual, por cuanto se cuida del bien del alma. En ambas debemos mostrar el Amor de Dios.
El Prefacio —uno de los himnos a los que deberíamos dedicar esmerada atención en la Santa Misa— hoy nos recuerda que el Reino de Cristo es un Reino de Verdad, de Vida, de Santidad, de Gracia, de Justicia, de Amor y de Paz. Así será el Reino de Cristo cuando Él vuelva glorioso a establecerlo definitivamente para toda la eternidad.
Pero, mientras tanto —mientras estamos preparándonos para su venida definitiva, mientras viene Cristo como Rey Glorioso— podemos y debemos propiciar ese reinado en nuestro corazón y en medio de nosotros.
UN REINO:
De Verdad, si nuestro entendimiento queda libre de tantos errores y es
iluminado por la Sabiduría Divina.
De Vida, si dejamos que Cristo viva en nosotros por medio de la gracia divina
que nos comunican los Sacramentos, sobre todo la Sagrada Eucaristía, la meditación Palabra y la oración ferviente.
De Santidad, en cuanto permitamos que su Palabra nos redarguya, siendo dóciles
a las inspiraciones de su Santo Espíritu.
De Gracia, si abrimos nuestro corazón a su mensaje, a su salvación, a su Don
inmerecido pero ofrecido, sabiendo que no serán nuestros méritos los que nos
salven, sino las virtudes de su Pasión.
Y dichosos entonces de pertenecer a tal reinado, digamos a una voz: ¡Alabado sea Jesucristo, Señor del Cosmos, "unus solus ómnium"!
«Al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén». (Judas 1:25)
Mons. + Abraham Luis Paula

