"Danzar con el Fuego Eterno: La Trinidad como Llama de Comunión”

20.06.2025

El Leccionario en un texto


Primera Lectura: "Jugaba en la esfera del orbe… mis delicias están con los hijos de los hombres" (Prov 8,31)

Salmo: "¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?" (Sal 8,5)

Segunda Lectura: "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu" (Rom 5,5)

+ Evangelio: "Todo lo que tiene el Padre es mío… El Espíritu os lo anunciará" (Jn 16,15)



Homilía

 

Amados hijos de Dios, santificados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo:

Este Domingo, la Iglesia —una, santa, católica y apostólica— se postra en adoración ante el Misterio de los misterios: la Trinidad Santísima, manantial eterno del ser, comunión originaria del Amor, fundamento último de toda relación verdadera. Si Pentecostés es la fiesta de la Iglesia, como cuerpo animado por el Espíritu, la solemnidad de hoy es la Fiesta de Dios en sí mismo, revelado y entregado para nuestra salvación.

Y con especial júbilo la celebramos este año, cuando se cumplen 1700 años del Concilio de Nicea, cuando los santos obispos, iluminados por el Espíritu, proclamaron con ardor que el Hijo era consustancial al Padre: "Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre". No hablamos aquí de conceptos fríos o recordamos una fecha más en la historia de la Iglesia, todo cuando encierra esta solemnidad es Misterio que inflama el alma amada por Dios: el Hijo es uno con el Padre, y el Espíritu Santo es su don mutuo, llama viva que nos ha sido dada para ser partícipes de esta comunión eterna.

A la Revelación divina no se le añadió palabra alguna: fue reconocida, custodiada, entonada con veneración. Y así, la fe de la Iglesia se hizo símbolo, se hizo canto, se hizo antorcha. Quedémonos con las ideas que nos transmiten estas palabras, canto, himno, llama... Desde los albores, el hombre ha encontrado en el fuego un signo sagrado, en torno al cual se reúne, canta, danza y celebra. Allí, bajo el resplandor trémulo de la lumbre, el corazón humano se despierta, se abre, se mueve.

Y si fijamos la mirada en el fuego mismo, notamos que jamás permanece inmóvil: todo en él es ascenso, temblor, irradiación. En su interior arde una energía que no se agota, una fuerza que transforma, una pasión que consume. Así es también el Misterio trinitario: luz que fascina, calor que vivifica, belleza que convoca. Y quién entra en esta liturgia eterna, ya no puede permanecer en la quietud inerte del mundo: su mismidad comienza a danzar con la cadencia del Amor que no cesa.

I. La danza divina de la sabiduría

Notemos como el inspirado autor del libro de Proverbios, describe la Sabiduría como una persona, que juega, se alegra y baila. En la primera lectura, la Sabiduría se revela como la compañera del Creador, danzando en su presencia, gozándose en los hijos de los hombres (Prov 8,22-31). En esta figura sapiencial, la Iglesia ha vislumbrado una profecía del Verbo eterno, el Logos divino, engendrado antes de los siglos. ¡Que reconciliador para el humano saber que su Creador es el Dios del gozo! En la Vida de la Trinidad no hay lugar para la soledad, en ella todo es deleite compartido. Antes de que el tiempo comenzara a latir, ya había comunión, esparcimiento, y Amor. La creación no es fruto de la necesidad, todo lo contrario, es signo de sobreabundancia. Dios, que es Amor, quiso comunicarse. Y así, desde la plenitud, fue llamado al mundo a la existencia.

El Verbo, por quien todo fue hecho, se goza en las delicias de los hombres, tanto nos ha amado que se hizo uno de nosotros. ¡Oh condescendencia infinita! Dios se complace en inclinarse hacia nosotros desde la plenitud de su eternidad, se recrea en la esfera del mundo y nos invita a entrar en su danza. El misterio de la Trinidad se revela como hospitalidad viva. Desde siempre, el interior de Dios permanece abierto: una morada de comunión ofrecida al alma que busca habitar en Él.

La apologética cristiana ha reconocido dos vías fundamentales mediante las cuales se manifiesta la existencia de Dios: la revelación general, que abarca la contemplación de todo lo creado, y la revelación específica, transmitida por la Escritura y la Tradición. Ahora bien, ¿cómo podría alguien, al contemplar con honestidad la vastedad del universo, negar la presencia de un Creador? El orden, la armonía y la belleza de lo visible remiten con elocuencia a un Autor que lo sostiene y lo fecunda.

El hombre ha sido dotado de sentidos para poder degustar el manjar de lo creado. No basta con mirar: el universo entero se ofrece como una mesa dispuesta, donde la vista, el oído, el tacto, el olfato y el gusto participan de una comunión profunda. Pudiéramos decir, entonces, que la creación se habita con los sentidos. En ella resuena una sinfonía de formas, colores, aromas, texturas y ritmos que despiertan el alma a la presencia de Aquél que se complace en derramarse. Esta epifanía del mundo visible, encuentra su más alta expresión en la actitud del salmista, sobrecogido ante la majestad del cosmos.

II. El hombre, reflejo trinitario

Alzando los ojos hacia la noche estrellada, se pregunta por el lugar del hombre en el corazón de Dios. Esta pregunta brota del asombro: el hombre, criatura de aliento pasajero, ha sido coronado de gloria, hecho apenas menor que los ángeles, constituido en señor de la creación. ¿Cómo entender tanta dignidad en medio de tanta fragilidad?

El misterio de la Trinidad ofrece la clave. En el Padre, el hombre reconoce su origen; en el Hijo, su camino; en el Espíritu, su plenitud. Allí donde la comunión es principio, sentido y destino, el ser humano encuentra la luz para comprenderse.

Sin embargo, en nuestra hora presente se impone una tendencia a desconectar al hombre de su vínculo vivificante con la creación. Se lo separa del humus que le da nombre y sentido, se lo aparta de los ritmos sagrados del mundo visible, para sumergirlo en un entorno digital que fragmenta, disuelve y entretiene, pero no sacia. El sistema que promete conexión permanente instala, de modo más profundo, un apagamiento progresivo de la luz interior. Bajo una apariencia de libertad, se normaliza el olvido del origen y el extravío del destino. Allí donde el alma debería desplegar su danza cósmica, se la encierra en protocolos de eficiencia y control.

Este fenómeno adquiere formas concretas. En algunas regiones de Europa se han comenzado a implementar las llamadas "ciudades de los quince minutos", promovidas como modelos de bienestar urbano. Pero tras su retórica de proximidad y sostenibilidad, se dibuja una geografía del confinamiento, una arquitectura de la vigilancia que reduce al hombre a un circuito cerrado, predecible, sin horizonte. Lo que se presenta como calidad de vida termina sofocando el aliento de la trascendencia. Se le impide al alma su impulso expansivo, ese movimiento profundo que es reflejo de la comunión trinitaria.

Todo aquello que margina la pregunta por el sentido, que inhibe el deseo de contemplar, que atrofia la búsqueda interior, es celebrado como progreso. Aún así, el alma, aunque adormilada, conserva la memoria de la belleza. Y es precisamente en la contemplación silenciosa del mundo creado donde comienza a despertar. Quien se detiene con reverencia ante lo real, acaba por reconocer las huellas del que lo sostiene. La creación, más que un entorno funcional, se ofrece como signo visible del Invisible. Quien la contempla con ojos humildes, escucha en ella la voz del que la pronunció.

Frente a las concepciones que degradan al ser humano, reduciéndolo a engranaje productivo o a cifra administrable, la fe proclama una verdad más honda, inscrita desde siempre en la carne y el alma del hombre. Quien contempla la creación con reverencia comienza a reconocer en ella la presencia del Creador, y al mismo tiempo percibe el resplandor de una imagen más alta: aquella que Dios mismo ha impreso en su criatura al decir: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza".

III. La gracia que nos introduce en Dios

Por eso, en medio de una humanidad extraviada entre espejismos de paz y promesas de autonomía, los cristianos somos llamados a señalar, con la palabra y con la vida, el único camino donde la verdadera reconciliación se hace posible: el Dios Trino manifestado en Cristo, revelado como paz entre el hombre y su Creador, como puente tendido entre la criatura y su centro más hondo. Esta es la paz que brota de la comunión restablecida, de la filiación recobrada por la gracia.

San Pablo, en su carta a los Romanos, nos habla del acceso que se nos ha concedido por la fe a esta gracia en la que estamos (Rom 5,1-5). No somos espectadores externos del misterio trinitario: hemos sido introducidos en él. Por Cristo, y en el Espíritu, nos volvemos hijos en el Hijo. La gracia, en su sentido más profundo, va más allá de ser un favor inmerecido, se traduce como la participación activa en la Vida misma de Dios.

Cristo es el verdadero modelo de progreso para el hombre. El cristiano es alguien que no permanece estático ni reducido a su fragilidad. Es llamado a crecer, a dejarse transformar, a ascender hacia la estatura del Varón perfecto. En él, todo se orienta hacia la plenitud del amor y la concordia. Y cuando llegan las tribulaciones —inevitables en este mundo atravesado por el pecado que todo lo tuerce— el creyente no se derrumba, porque sabe que no camina solo. El Espíritu ha sido derramado en su interior, como compañía inagotable y consuelo ardiente. Por eso, incluso en medio del quebranto, el cristiano alza la mirada con esperanza. Porque el futuro no le amenaza: le espera. Aquí resplandece el verdadero progreso: el cristianismo es la respuesta certera a los problemas del mundo; es la fe que asegura el bien común, inspira la fraternidad verdadera y abre el camino a la libertad sin cadenas.

En el evangelio, Jesús nos introduce con ternura en este dinamismo trinitario que no debemos descuidar si deseamos vivir alineados con su propósito y ser prósperos: "Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso he dicho que el Espíritu tomará de lo mío y os lo anunciará" (Jn 16,15). Así como en Dios la comunión se despliega en la distinción de las Personas sin fractura alguna, del mismo modo la gracia actúa en el corazón converso, elevando su vibración hacia el misterio divino y conduciéndolo a su plenitud. Por eso, cuando el Señor resucitado envía a sus discípulos, los convoca a sumergir a todos los pueblos en ese Misterio que es fuente y meta de toda existencia: "Id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo" (Mt 28,19).

Y así, cada bautizado es llamado a acoger esta inhabitación trinitaria, a ser templo de la Presencia. ¿Quién se atrevería a vivir con ligereza, sabiendo que su alma ha sido convertida en morada de la Trinidad? Cuando mora la Trinidad por medio del Espíritu en el corazón humano, todo el ser comienza a hablar otro idioma: el idioma del amor, del perdón, de la paz. Es el mismo idioma que en Pentecostés hizo inteligible el anuncio del Evangelio a cada pueblo, y que hoy puede hacer de la humanidad una sola familia.

IV. La unidad: reto y vocación

El mundo, desgarrado por la división, gime por una unidad que aún no logra nombrar. En medio de este clamor, la Trinidad se revela como vocación luminosa. Ser Iglesia es dejar que esa vida trinitaria resplandezca en su esencia más profunda: la catolicidad. Toda verdadera eclesiología brota de esta fuente. Allí donde la comunión es vivida, el rostro de Dios se vuelve visible; allí donde se fractura, su presencia se vela ante la mirada de los hombres. Pero cuando las diferencias se ordenan en la caridad, el icono del Dios Uno y Trino resplandece con una luz que no deja indiferente al mundo.

En nuestro tiempo, la Iglesia debe ansiar la unidad como fruto del Espíritu, tejida en la humildad, en la oración perseverante, en la capacidad de escuchar y de establecer puentes. La conmemoración del Concilio de Nicea nos invita a cantar juntos el Símbolo de la fe. Pero más aún: nos llama a vivirlo. El Padre es glorificado cuando el Cuerpo de Cristo se reconoce como tal. La Trinidad es honrada cuando la Iglesia camina en sinfonía. Aun en medio de nuestras diferencias, el Espíritu puede hilar los hilos dispersos y tejer un manto nuevo para el Esposo.

V. Fuente de nuestra alabanza

Unámonos, pues, al cántico eterno de la Iglesia, con la voz de san Efrén el Sirio:

«¡Gloria a Aquel que ha venido
a nosotros por su primogénito!
¡Gloria al Silencioso
que nos ha hablado por su voz!
¡Gloria al Sublime,
que se ha hecho visible en su Epifanía!
¡Gloria al Espiritual
que ha querido
que su Hijo se hiciera cuerpo,
para que por ese cuerpo fuese tangible su poder,
y por ese cuerpo vinieran a la vida
los cuerpos de los hijos de su Pueblo!»

Que nuestra vida sea doxología viviente, ofrenda trinitaria, himno encarnado. Manifestemos al mundo al Dios gozoso, que nos invita a entrar en su danza eterna, donde todo gira en comunión, y cada alma encuentra su lugar en el abrazo del Amor.

Que el mundo, al vernos vivir, descubra el resplandor del Padre, la ternura del Hijo y el fuego del Espíritu.

Amén.


Mons. + Abraham Luis Paula Ramírez

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