
“Del júbilo al sacrificio: el Misterio del Amor”.
El Leccionario en un texto
Evangelio de la Procesión de Ramos
Lucas 19, 28-40
"¡Bendito el que viene como Rey en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas." (Lc 19, 38)
Primera Lectura: Isaías 50, 4-7
"Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba; no oculté el rostro a insultos y salivazos." (Is 50, 6)Salmo Responsorial
Salmo 21 (22), 8-9.17-18a.19-20.23-24
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Sal 21, 2)
Segunda Lectura: Filipenses 2, 6-11
"Se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz." (Flp 2, 8)
Evangelio de la Pasión del Señor
Lucas 22,14—23,56 (o versión breve: 23,1-49)
"Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu." (Lc 23, 46)
Pregón Litúrgico
¡Pueblo santo de Dios, abre las
puertas de tu corazón al Rey de Gloria!
¡Alza tus palmas, Jerusalén espiritual, y sal al encuentro del que viene en
nombre del Señor!
Hoy, la Iglesia, Esposa fiel del Cordero, irrumpe en jubilosos clamores al tiempo que se adentra, con reverente temblor, en el Misterio insondable de la Pasión del Verbo Encarnado. Es Domingo de Ramos, umbral sagrado de la Gran Semana, donde el tiempo se inclina ante lo eterno y la tierra se estremece ante el paso del Dios que sufre por amor.
¡Hosanna al Hijo de David!
¡Hosanna en las alturas!
Pero detengámonos: ¡qué extraña paradoja encierra esta jornada!
El mismo pueblo que aclama con palmas al Nazareno, será el que pocos días
después gritará con furor: "¡Crucifícalo!"
La misma ciudad que alfombra su camino con mantos y ramos verdes, se convertirá
en el escenario del rechazo más vil, del abandono más cruel.
¿Y por qué? Porque el amor
verdadero, hermanos, siempre ha sido incomprendido por los corazones
endurecidos.
Cristo entra en Jerusalén no como un rey terrestre, montado en carro de guerra,
sino como el Príncipe de la Paz, manso y humilde sobre un pollino. No viene a
conquistar con espada, sino a redimir con sangre. No viene a exigir
sacrificios, sino a ofrecerse a Sí mismo como Víctima inmaculada.
¡Oh misterio sublime! ¡Oh amor
que no conoce medida!
¡El Creador del universo se deja montar sobre una bestia de carga y cabalga
hacia su propia inmolación!
¡El que reina sobre los coros angélicos se deja escupir por los hombres!
¡El que da la vida a los muertos va libremente hacia su propia muerte!
¡El Pastor se entrega por las ovejas! ¡El Esposo se deja desfigurar por su
Esposa infiel!
Y tú, alma redimida por su
Sangre, ¿no vas a estremecerte ante tal prodigio de misericordia?
¿No vas a dejar que esta Semana Santa te atraviese como una espada, te sacuda
como un trueno, te transforme como el fuego?
Porque no se trata de un recuerdo piadoso ni de una representación simbólica.
¡Oh no! En la Liturgia santa, los misterios de Cristo no se repiten: se hacen
presentes, se actualizan, se nos dan de nuevo en toda su eficacia redentora.
Hoy se nos concede la gracia de
unir nuestras vidas a la suya, nuestras heridas a sus llagas, nuestro barro a
su gloria. Y para ello, el Evangelio nos conduce de la aclamación jubilosa a la
humillación ignominiosa; del Hosanna al Crucifícalo; de las palmas y ramos al
madero.
La Pasión que hemos escuchado según San Lucas es un océano inagotable de
lágrimas y de luz.
¡Qué dulzura dolorosa hay en cada gesto de Cristo, qué ternura en su silencio,
qué majestad en su humillación!
Allí está, solo en el Huerto,
aplastado por la visión del pecado del mundo, sudando sangre como rocío
sagrado.
Allí está, besado por el traidor, abandonado por los suyos, interrogado por el
cinismo de Pilato, flagelado por manos humanas a las que Él mismo dio forma.
Allí está, el Hijo eterno del Padre, vestido con un manto de burla, coronado
con espinas, despojado de todo para revestirnos de gracia.
Y finalmente, allí, alzado sobre el madero como el nuevo Moisés, atrayendo a
todos hacia Él, pronunciando palabras que desgarran el corazón del creyente:
"Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen".
¡Ah, hermanos, contemplemos al
Crucificado!
Dejémonos mirar por Aquel cuyos ojos lo han visto todo y aun así nos han amado
hasta el extremo.
Cada llaga es una puerta de misericordia; cada gota de sangre, un océano de
redención; cada suspiro de su agonía, un cántico de amor eterno.
Y si aún nos preguntamos: "¿Por
quién sufrió tanto?",
la respuesta no es teológica, es personal: por mí.
Por mí, que tantas veces lo he negado.
Por mí, que tantas veces he despreciado su amistad.
Por mí, que aún tengo el atrevimiento de dudar de su amor.
¡Por mí, y para mí, se entregó!
Hoy, al recibir nuestros ramos y palmas benditos, no hagamos de este rito una costumbre vacía. Que sea más bien una profesión de fe, un acto de entrega, una bandera de fidelidad. Que nuestros ramos sean el signo de una voluntad dispuesta a seguirlo hasta el Calvario, a morir al pecado, a renunciar a la tibieza, a vivir verdaderamente como hijos de la Luz.
Porque si con Él morimos, con
Él resucitaremos.
Si con Él cargamos la cruz, con Él entraremos en la Jerusalén celestial.
Y entonces sí, nuestros Hosannas no serán fugaces, ni nuestras palmas se
secarán,
sino que nuestra alabanza será eterna, y nuestras coronas imperecederas.
¡Hosanna al Rey que viene a
salvarnos!
Hosanna al Crucificado que reina desde el trono de la Cruz!
Hosanna al Cordero que nos amó hasta el fin!
¡Bendito el que viene en Nombre del Señor!
Amén.
Mons. + Abraham Luis Paula