
DOMINICA I ADVENTUS: «Domingo de la Elevación»
El Leccionario en un texto
Primera Lectura: «Venid, subamos al monte del Señor». (Is 2:3)
Salmo: «Vamos alegres a la casa del Señor». (Sal 121)
Segunda Lectura: «La noche está avanzada, el día está cerca». (Rom 13:12)
Evangelio: «Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor». (Mt 24,42)
Homilía
Amados hermanos:
En esta aurora litúrgica que inaugura el nuevo año cristiano llega nuevamente a nuestras vidas el tiempo de levantar los ojos hacia lo alto, como quien reconoce, con humilde certeza, que el auxilio brota del Señor, creador del cielo y de la tierra. Los días de este año que fenece han sido abruptos y fatigados, marcados por la herida de la guerra, por la sombra de la persecución y por el llanto de la muerte. En medio de este escenario doliente, nuestra oración se ha elevado por toda criatura, y de forma muy particular por aquellos que, como nosotros, guardan en el corazón la fe que salva: la fe en Cristo, Hijo amado del Padre, Aquel que ha venido, que viene y que vendrá.
A pesar de tantos sinsabores y tribulaciones, esta esperanza —que sostiene a la Iglesia desde hace más de dos mil años— continúa siendo un manantial inagotable de fortaleza. Su luz penetra las sombras, expulsa el miedo, disipa la apatía, despierta la concordia y suscita adoradores, porque su fulgor procede del mismo Señor, quien con sus resplandores guía a su Pueblo a través de la historia.
El Adviento es, en efecto, un alto en el camino; es el momento de salir a la superficie, buscar la altura y respirar la gracia de Dios. Es tiempo propicio para curar las heridas, afirmar nuestras rodillas endebles y reanudar la marcha, no desde nuestras fuerzas, sino desde la fortaleza silenciosa que nos concede el Espíritu Santo. Este tiempo, en ocasiones —y cada vez con mayor evidencia— velado por los signos exteriores de una Navidad capturada por la superficialidad del mundo, corre el riesgo de ver desdibujada su hondura más profunda.
Fijémonos: los altares se visten de morado. Es el color de la realeza, porque esperamos al Rey de la gloria que vuelve para coronar su obra de salvación iniciada en Belén. Al mismo tiempo, su simbolismo abre el alma al recogimiento, a la reverencia y a la contemplación. En la tradición espiritual, el morado ha sido considerado un color de misterio, y la Iglesia, en su liturgia sagrada, ha visto en él una tonalidad que invita al silencio y a la espera, como si en su profundidad se recogiera el aliento de la promesa. Y es que no existe otra forma de esperar al único Soberano de todo lo visible y de lo invisible que con el corazón de rodillas y en serena expectación.
Esta postración reverente posee un acento distinto al que vivimos en la Cuaresma, cuando el alma se inclina en penitencia y el rostro toca la tierra. A este primer domingo de Adviento podría llamársele, con propiedad espiritual, "Domingo de la elevación", porque, aun aguardando de rodillas la manifestación del Hijo del Altísimo, el corazón es llamado una y otra vez a levantar los ojos hacia lo alto.
En la primera lectura de hoy, el profeta del Adviento nos exhorta diciendo: "Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob". En el lenguaje bíblico-profético, el monte es más que una elevación geográfica: es el espacio donde el hombre se aparta del bullicio, asciende desde lo cotidiano y se dispone a contemplar la huella solemne de Dios. Los profetas conocieron bien este símbolo: Moisés subió al Sinaí para escuchar la voz del Altísimo; Elías halló en la montaña la brisa suave que revelaba la Presencia divina; Jesús mismo buscaba los lugares elevados para orar, y fue en el monte Tabor donde se transfiguró ante sus discípulos.
Aquellos que ascienden a las alturas silenciosas descubren que el corazón recupera su capacidad de encuentro, porque el monte representa el lugar donde la criatura se reconoce pequeña ante la grandeza del Creador y, desde esa humildad, se abre a la oración. Y los montes, lejos de la agitación de la vida común, ofrecen un espacio donde el alma se abre al Misterio, a la belleza de la creación y, a través de ella, percibe la Presencia que la sostiene. Es en esa contemplación de la revelación general, de donde nuestro entendimiento se dispone a acoger la Palabra y a ser iluminado por ella. El Adviento es tiempo de elevarnos por encima del ruido del mundo y buscar a Dios en el silencio de la oración.
Y hay en esta palabra un matiz profético para nuestro tiempo. Vivimos en una sociedad cada vez más absorbida por los móviles, las redes y lo digital; habitamos entornos que entretienen, informan y dispersan, pero que también desconectan al hombre de su propia esencia interior.
San Isaías continúa anunciando: "De Sión saldrá la ley, la Palabra del Señor de Jerusalén". Esta profecía conduce nuestra mirada hacia Cristo y nos recuerda la gracia inmensa de comprender hoy, por puro don, que se ha cumplido en Él, el "vástago del tronco de Jesé". Se vuelve a presentar así la figura del Soberano que hemos celebrado en la solemnidad pasada, al culminar el año cristiano: el Rey cuyo Reino no se mide con categorías de este mundo, y que manifiesta su señorío a través de la paz. "De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas": el lenguaje profético señala a Aquel cuyo reinado transforma la violencia en fecundidad y la desesperanza en serenidad, a Aquel que ha dicho: "Amaos unos a otros; como yo os he amado".
En su afán de ocupar el lugar del Señor, las estructuras humanas no dejan de presentar a la humanidad figuras pasajeras que prometen salvación, voces que se ofrecen como guías, pero que dejan vacío el corazón. La verdadera paz solo florece en Cristo, el Hombre pacificador, porque Él es quien trae la paz del corazón, que es la raíz de toda paz auténtica. ¿En qué consiste esa paz que Cristo derrama sobre el hombre redimido? En la seguridad filial de saberse reconciliado y adoptado en Él, que es el Amado del Padre. Cuando el corazón humano se encuentra en buena relación con su Creador, descansa, halla reposo y la sombra del temor se disipa. Esta es la paz que no nace del mundo y que el mundo no puede ofrecer.
Es la paz que pregonaban los profetas de antaño y de la que escribieron los salmistas en la espera del Mesías. Hoy cantamos: "¡Qué alegría cuando me dijeron: 'Vamos a la casa del Señor'!". En Jerusalén, continúa el salmo, "allí suben las tribus"; nuevamente aparece el verbo subir, porque elevarse sobre lo puramente terrenal es necesario para encontrarse con el Dios verdadero. Solo el hombre pacificado puede adorar con alegría y descubre en Dios la fuente de la paz y del amor. «La paz contigo», proclama el salmista.
Con esta palabra quisiera llamar vuestra atención, en este inicio del Adviento, sobre un tema de gran actualidad. Son muchas las corrientes de espiritualidad y religiones que en otros tiempos parecían dormidas y que hoy recobran fuerza; e incluso vemos a no pocos cristianos que reniegan de su bautismo y de su fe para seguir a este o a aquel "profeta" que afirma haber recibido de Dios la última revelación. Conviene entonces detenernos en una pregunta: ¿cuáles son los frutos de quienes se acogen a otras religiones? ¿La paz corona su corazón?
El discernimiento es claro: solo quienes reciben a Cristo, paz de los pueblos, pueden ser pacificados desde dentro; solo quienes acogen su mensaje contemplan al prójimo con mirada de misericordia, incluso cuando no compartan su modo de pensar. Y resulta doloroso constatar la confusión de tantos bautizados que se alejan de la verdad revelada. Dios ama a todos y desea la salvación de todos, pero nunca será el Dios de quienes rechazan su manifestación en Jesucristo: Dios invisible hecho carne, Dios y hombre verdaderos. Y precisamente esto celebramos en Navidad: al Dios encarnado que nace de una Virgen y cuyo nombre fue anunciado a María como "Dios eterno" y "Príncipe de la paz".
Surge entonces una pregunta ineludible: ¿puede considerarse verdadera una religión cuya práctica legitima la persecución, la violencia o la muerte de quienes no comparten sus creencias? Que esta cuestión nos despierte. Que el relativismo religioso —ese mal insigne del mundo moderno— no adormezca nuestra conciencia ni debilite la firmeza de la fe.
Con san Pablo os exhorto a "despertaros del sueño, porque ahora la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe". Esta expresión, profundamente teológica, nos recuerda que la vida cristiana transcurre entre la gracia ya recibida y la plenitud aún esperada. Desde el día en que fuimos engendrados en Cristo por el Bautismo, la salvación comenzó a abrirse camino en nosotros; y a medida que avanzamos en la historia, nos aproximamos al momento en que esa obra llegará a su cumplimiento. La noche, para Pablo, simboliza la vida sin Dios; el día, en cambio, es la manifestación del Señor que se acerca. Cada amanecer de nuestra existencia nos acerca un paso más a ese Día que no conoce ocaso.
También la apatía espiritual pertenece a esa oscuridad: es el sopor del alma que, sin resistencia, permite que voces ajenas al Evangelio modelen su mirada, mientras sus pasos se desvían hacia senderos que no conducen a la Verdad. En esa penumbra germinan espiritualidades sin sustancia, que seducen con promesas de plenitud y, al final, dejan al corazón sin su orientación hacia Dios.
El llamado a la vigilancia, en este tiempo santo, es un llamado a permanecer en el Camino del Señor, para que su venida —cuandoquiera que acontezca— no nos halle extraviados en sendas ajenas. ¿Cómo perseverar en la ruta verdadera? San Pablo nos entrega la clave: "Revestíos más bien del Señor Jesucristo". Revestirse de Cristo es dejar que su luz envuelva el pensamiento, la voluntad y las obras; es permitir que su vida sea la forma de nuestra vida. Y Jesús mismo añade en el Evangelio: "Porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor".
Durante este Adviento estamos llamados a no descuidar el transcurso de nuestra vida en este siglo: envueltos en múltiples ocupaciones, sin advertir que —como proclama el Evangelio— "a la hora que menos pensemos, vendrá el Hijo del Hombre" (Mt 24,44). El ritmo acelerado de los días adormece la vigilancia del espíritu, y el corazón humano, casi sin percibirlo, olvida que cada instante puede convertirse en umbral de eternidad.
Esa "hora que menos pensemos" puede coincidir con el momento en que se cierre para nosotros el tiempo y el Señor nos llame a su Presencia. La fe de la Iglesia reconoce que entonces acontece un encuentro luminoso, donde la verdad del corazón se revela ante la mirada misericordiosa de Cristo, y el alma descubre con claridad hacia dónde han conducido sus pasos según el amor con que haya vivido.
Y también puede suceder que esa hora corresponda a la manifestación gloriosa de Cristo al término de la historia, cuando vuelva para restaurar todas las cosas y hacer plena su Promesa. En cualquiera de estos dos escenarios, el llamado es el mismo: permanecer vigilantes, con el alma despierta y bien dispuesta, como quien sabe que su Señor está cerca. La preparación que se nos pide es fruto del amor, no del temor, aun cuando las situaciones que nos rodean puedan ser pavorosas.
Vivimos en tiempos proféticos y, en verdad, parece que la tierra gime con dolores de parto. El escenario internacional se agita: pueblos enfrentados, corazones divididos, el amor frío incluso entre las familias, tensiones que recorren las naciones, clamores que se alzan desde la injusticia, incertidumbres que estremecen a los pueblos, y signos que recuerdan aquellas palabras de Cristo sobre los albores del fin. Sin embargo, no temamos. Recordemos que, así como el Hijo de Dios se hizo hombre y nació en Belén —entrando en nuestra historia para revestir con su gracia a todo el que cree en su Nombre—, así también permanece entre nosotros, como Presencia que sostiene, ilumina y fortalece.
Él continúa presente en la trama de la humanidad, guiándola hacia la Parusía. Esta es su venida incesante: el hoy en que actúa, el ahora en que se dona, el tiempo en que el Paráclito dispone los corazones y los afina en la esperanza para ese Día que, para el cristiano —sea cual sea la forma en que acontezca— siempre resplandecerá como día glorioso.
Por eso, aun en medio de la desolación, Adviento. Aun en la noche, espera confiada. Aun en la tribulación, mirada en lo alto. Y mientras avanzamos, manos dispuestas a sembrar el Evangelio con las obras y con la Palabra. Subamos, pues, a los montes del espíritu y proclamen nuestros labios, con el gozo que nace desde el ansia de lo eterno:
¡Marana tha! Ven, Señor Jesús!
Mons. + Abraham Luis Paula Ramírez

