DOMINICA III ADVENTUS: «El Gozo que Florece en el Desierto»

14.12.2025
“Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres.
El Señor está cerca”. (Flp 4, 4–5)

El Leccionario en un texto

  • Primera Lectura: «Decid a los de corazón apocado: Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios… Él viene y os salvará» (Is 35,4)

  • Salmo: «El Señor es fiel para siempre» (Sal 145)

  • Segunda Lectura: «Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor» (St 5,7)

  • Evangelio: «Id y anunciad a Juan lo que oís y veis» (Mt 11,4)


Homilía


Amadísimos hermanos en el Señor: Hallándonos en el corazón del Adviento, cuando la espera ha afinado el oído del alma y el silencio ha ido disponiendo con delicadeza los afectos del corazón, la liturgia resuena hoy con el timbre profético de una palabra cargada de ecos antiguos y de promesas futuras… ¡Alegraos! Aquellos que seguimos al Señor, sabemos que el gozo auténtico se manifiesta en todo momento y en todo lugar donde se le reconoce en la imagen del Mesías y brota así, con sobreabundancia silenciosa, el Reino largamente anunciado, donde la alabanza es el lenguaje de los redimidos. La Sagrada Escritura, recibida y custodiada en la fe de los Padres, reconoce que todo gozo verdadero anticipa el resplandor del cielo, mientras la desesperanza conduce a los abismos en los que la vida se repliega sobre sí misma y se apaga en la tristeza.

Por eso la alegría que hoy se anuncia posee una densidad espiritual que hunde sus raíces en la promesa irrevocable de Dios. Brota cuando la fe comienza a percibir que el Señor se inclina hacia su pueblo y se deja encontrar en el espesor concreto de su espera. Es allí donde la fidelidad divina se hace reconocible, en el instante que empieza a tomar cuerpo en el camino de los hombres y a inscribirse, con discreción soberana, en el tiempo que habitamos. 

Este domingo, que la Tradición llama de Gaudete, introduce una inflexión luminosa en el itinerario del Adviento. Los tonos penitenciales se suavizan porque la memoria de la primera venida del Señor comienza a imponerse sobre el temblor escatológico ante su retorno glorioso; de ahí el tono rosado que hoy aflora en altares y ornamentos. La Iglesia, sin abandonar la vigilancia, vuelve su mirada hacia Belén, y la luz que emana de esa cercanía inicial empieza a esclarecerlo todo. Como sucede cuando la aurora asoma en el horizonte, la claridad aún discreta anuncia con certeza que la noche pierde su dominio y que el día está cercano.

Hasta este punto, el Adviento ha conducido a la Iglesia por senderos de sobriedad y recogimiento. Esa dinámica espiritual, configurada a la manera del desierto bíblico y tan propia de esta estación santa, ha servido para desatar los nudos interiores y preparar el terreno donde Dios desea habitar. Es en la aridez, a veces ensordecedora, de los caminos abruptos de la vida donde el corazón es educado en la espera vigilante; y es en esa actitud de centinela, atenta y perseverante, donde comienza a percibirse la voz del Altísimo que llama a la conversión y abre el paso hacia la vida nueva.

Ese desierto, que en el domingo anterior llevaba el rostro severo y la voz profética de Juan el Bautista, empieza hoy a adquirir los rasgos delicados y silenciosos de María, la Virgen. En ella el Adviento alcanza su forma más pura, como tierra humilde que recibe la semilla eterna, como silencio fecundo donde la Palabra reposa, como fidelidad que porta el Misterio hasta que la Divinidad misma decide darse a luz. Desde ese seno velado, su interior se convierte en morada donde el Omnipotente escoge lugar para entrar en nuestro mundo, y desde su figura maternal la Iglesia aguarda al Emmanuel con la lámpara encendida de la fe, sostenida por una esperanza que ya alcanza su cumplimiento cercano.

Por eso, quienes recorren el Adviento con mirada litúrgica comienzan a dejarse atraer suavemente por los signos de la Navidad que asoman con una intensidad creciente. La corona se enciende con un nuevo fuego, la luz adquiere una calidez distinta en los templos, los hogares se preparan con delicada hospitalidad, y la creación misma parece encontrar lugar dentro de la casa, como si el bosque ofreciera sus dones para acoger al que viene. Todo ello se convierte en lenguaje visible de una percepción interior, en tonos sensibles que manifiestan el anhelo del alma de dejarse habitar por la Palabra de la que todo procede; calor divino que la invade dulcemente, como la llegada gozosa del Huésped deseado.

El corazón se va disponiendo para contemplar la gloria del Señor, la majestad de nuestro Dios, que elige manifestarse bajo el velo de la humildad. El Altísimo se deja envolver por la pequeñez de un Niño; la omnipotencia acepta el temblor de la carne; la eternidad consiente habitar el tiempo. El asombro que nace de este designio sostiene la alegría del Adviento y la vuelve adoración gozosa, cántico celestial.

Es precisamente en este clima de expectación iluminada donde la voz del profeta Isaías clama desde antiguo y cuyo mensaje llega hasta nosotros con un vigor siempre nuevo. El desierto y el páramo —imagen del mundo herido, del corazón fatigado, de la humanidad marcada por el peso del pecado— comienzan a estremecerse de gozo. La estepa se reviste de vida, germina y florece como el narciso, porque algo decisivo acontece; la gloria del Señor se deja entrever y la hermosura de nuestro Dios se hace visible.

"Mirad a vuestro Dios", dice, y en esas palabras se encierra una afirmación de hondura insondable: "Dios viene en persona". El juicio que trae restablece la verdad, la retribución que ofrece es salvadora, y su cercanía inaugura una restauración que alcanza al ser humano en todas sus dimensiones. Estas palabras, pronunciadas en el seno de Israel, encuentran su plena transparencia a la luz del Espíritu, aquel Espíritu que permite reconocer en Jesús al Dios que ha decidido transitar nuestros caminos y cargar nuestras fragilidades.

Solo desde esa unción interior se comprende que las señales anunciadas por el profeta se despliegan en la vida y el ministerio de Cristo. En Él, los ojos velados recuperan la luz, los oídos cerrados se abren al sonido de la vida, los cuerpos abatidos recobran impulso y saltan con la ligereza del ciervo, y las lenguas mudas se sueltan en canto. Cada uno de estos gestos manifiesta algo más hondo, pues la creación marcada por la caída, comienza a ser restaurada por Aquel que, siendo Dios, ha querido hacerse carne y de esta manera curar en sí mismo la herida del pecado y de la muerte. Es por ello que Isaías continúa diciendo que: "Los rescatados del Señor avanzan hacia Sión con cantos de júbilo", y en sus rostros se refleja una alegría que no termina. El gozo y la alabanza los envuelven, mientras la pena y la aflicción se disuelven como sombras ante la luz que amanece.

Resulta doloroso constatar que el pueblo elegido, depositario de las promesas y custodio de las profecías, no supo reconocer el cumplimiento que se desplegaba ante sus propios ojos. Aquel a quien aguardaban vino a los suyos, y su presencia pasó desapercibida para muchos corazones aferrados a la letra y privados del soplo del Espíritu. Las palabras antiguas resonaban con claridad —"vuestro Dios viene en persona"—, y, aun así, la espera se desvió hacia la figura de un restaurador político, hacia un poder capaz de recomponer fronteras y devolver prestigios terrenos. Sin embargo, el Dios que irrumpe en la historia lo hace con un Reino de otra naturaleza, un Reino que nace de la reconciliación con el Padre que restaura la herida del antiguo pecado. Un libertador, ciertamente, pero de las cadenas de la condenación y de la muerte eterna.

Esa misma ceguera espiritual no pertenece sólo al pasado latente del pueblo de Israel. En nuestra sociedad aparece manifiesta de modos cada vez más normalizados. Incluso en pueblos que se reconocen herederos de la fe cristiana, la lógica de la confrontación, del dominio y de la guerra vuelve a imponerse, y la vivencia del Evangelio se va diluyendo por intereses que nada tienen que ver con el Corazón de Cristo. Hermanos enfrentados entre sí; naciones bautizadas que levantan armas unas contra otras, sin pudor alguno, ante un mundo que —si bien carece de autoridad moral para erigirse en juez— emite su juicio, y con razón, muestran hasta qué punto puede apagarse la luz cuando la fe deja de ser vivida como conversión del corazón.

A la par, asistimos a un oscurecimiento más sutil y no menos grave. La esperanza de la gloria se ha debilitado en amplios sectores de una sociedad cada vez más alejada de Cristo; lo más doloroso es constatar que este desgaste alcanza incluso a quienes conocen el lenguaje del Evangelio. Ideologías de toda índole erosionan la dignidad de la persona, desfiguran la imagen de Dios en el hombre y reducen la vida a un cálculo utilitario. El egoísmo se reviste de legitimidad, la explotación del prójimo se convierte en norma, y una civilización que ha aprendido a justificar la eliminación del débil se presenta como conquista de libertad. Todo ello acontece mientras muchos corazones buscan refugio en espiritualidades paralelas, fragmentarias, surgidas en contextos que miran la fe cristiana con hostilidad abierta o con desprecio cultural, incapaces de ofrecer salvación, porque han perdido el contacto con la revelación viva del Dios encarnado.

Y en medio de este panorama, surge una pregunta que no puede silenciarse: ¿dónde está hoy la voz profética? ¿Dónde arde el espíritu del Bautista que no temía señalar la verdad? ¿Dónde se custodia la entereza silenciosa de la Virgen, fiel hasta permanecer en pie junto a la Cruz y perseverar luego entre los discípulos? ¿Dónde están los pastores capaces de alzar la voz cuando los signos sagrados de la fe son arrinconados, cuestionados o borrados del espacio común? ¿Dónde están los cristianos que velan de verdad en el Adviento, con la lámpara encendida y el corazón despierto?

Frente a esta hora que interpela a la conciencia, la oración de la Iglesia se eleva con la fuerza del salmo que hoy hemos cantado: "Ven, Señor, a salvarnos". Ven a saciar al hambriento y a liberar a los cautivos, especialmente a aquellos cuya mente ha quedado prisionera del pecado. Ven a abrir los ojos de quienes rehúyen la verdad que conduce a la vida. Ven a enderezar la existencia de los que se doblan bajo el peso del vicio, de las adicciones, de la vanagloria que vacía el alma. Ven a sostener al huérfano y a la viuda, despertando en nosotros el coraje y la entrega generosa para servirles en tu Nombre.

Esta súplica debe convertirse en actitud perseverante, como nos exhorta el apóstol Santiago. La espera cristiana se reviste de paciencia activa, semejante a la del labrador que confía en la fecundidad de la tierra y aguarda el fruto a su debido tiempo. Así vivieron los profetas, testigos fieles que hablaron en Nombre del Señor sin medir el precio, sostenidos por la certeza de que la palabra pronunciada desde Dios jamás vuelve vacía. Esa paciencia, tejida de compromiso y entrega constante, sigue siendo hoy el camino de quienes desean vivir el Adviento en verdad.

"Dichosos los que no se escandalizan de mí". Esta bienaventuranza brota de los labios del Señor como aliento que fortalece el corazón creyente y lo mantiene en pie cuando el rostro desfigurado del Mesías desconcierta las expectativas humanas. En ellas se encierra una promesa y, al mismo tiempo, una llamada exigente. Jesús pronuncia esta bienaventuranza sabiendo que el seguimiento auténtico atraviesa pruebas, incomprensiones y, en no pocos momentos de la historia, persecución abierta. Dichoso —bienaventurado, plenamente gozoso— aquel que permanece fiel cuando el Evangelio deja de resultar cómodo y la verdad del Reino ya no coincide con los anhelos del mundo.

A continuación, el Señor sitúa esta bienaventuranza en el horizonte del discernimiento profético y vuelve su mirada hacia Juan: "¿Qué salisteis a contemplar en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento?" Esta pregunta, pronunciada ante la multitud, se proyecta también sobre nuestra hora presente y alcanza el corazón de la Iglesia. ¿Qué sale hoy el mundo a contemplar en los cristianos? ¿Qué imagen ofrecemos en esta espera que llamamos Adviento? ¿Reconoce una comunidad que, más allá del intercambio de buenos deseos, deja transparentar en su vida cotidiana el Reino que proclama?

En esta imagen, el Señor deja al descubierto un riesgo siempre presente. La imagen de la caña sacudida por el viento evoca una fe fácilmente maleable, una conciencia que se pliega, una identidad espiritual que pierde firmeza cuando el conflicto se aproxima. Se trata de comunidades que prefieren la quietud al testimonio, que relegan la verdad cuando incomoda, que intercambian la palabra profética por consensos que aseguran estabilidad y prestigio. Donde la predicación de la Palabra renuncia a su capacidad de interpelar y transformar, la voz del Evangelio queda reducida a eco cultural que ni ilumina ni da sabor.

Pero el Maestro no lo deja ahí, su disertación continúa con la agudeza propia del que se sabe alfarero del género humano: "¿Salisteis a ver a alguien vestido con lujo?" Atraviesa también nuestra época la seducción del espectáculo religioso. El afán de deslumbrar, de ocupar la escena, de revestir lo sagrado con una apariencia impecable que, sin embargo, queda detenida en la superficie. Cuando la fe se acomoda en la exhibición, cuando el gesto litúrgico pierde su arraigo en la conversión y la palabra se vuelve decorativa, el culto corre el riesgo de transformarse en una puesta en escena correcta, pero estéril. Hay solemnidades que conmueven los sentidos y dejan intacto el corazón; hay discursos bien construidos que no generan vida; hay ritos ejecutados con precisión que ya no abren al Misterio. Y allí donde la forma se emancipa de la verdad que la sostiene, el Evangelio deja de fecundar la historia y se reduce a un signo vacío, incapaz de engendrar hombres nuevos.

Entonces Jesús revela lo que verdaderamente desea que el mundo contemple: un profeta. Alguien enviado delante del Señor para preparar el camino. Hombres y mujeres comprometidos, capaces de alzar la voz con mansedumbre y firmeza, dispuestos a anunciar la verdad del Reino aun cuando sus propias seguridades se vean tocadas. Esa es la estatura espiritual que el Evangelio propone y reconoce.

Desde ahí, el Señor ensancha el horizonte de la esperanza y con ello desea motivarnos a meditar en su mensaje. Proclama que el más pequeño en el Reino de los cielos participa de una grandeza nueva, nacida de la comunión viva con Él. Juan permanece como vértice del Antiguo Pacto, voz culminante de la espera, lámpara encendida en la noche que precede al Alba. El Reino que irrumpe con Cristo introduce una medida distinta, es la estatura que brota de la vida recibida por gracia, de la inhabitación divina que transforma al creyente desde lo más profundo de su ser. Así se manifiesta el don mayor, la santidad que Dios deposita en quienes, aun desde la humildad y la fragilidad, perseveran fieles a su venida.

Por eso, incluso cuando la historia se oscurece y la fe atraviesa la prueba, el Adviento conserva su tonalidad jubilosa. Aquel que ha venido, que viene y que volverá, porta en sí los signos de su Reino. Allí donde Él reina, la tristeza es transfigurada en gozo, la espera germina en fecundidad y el corazón de la Iglesia entona un canto incesante a la esperanza bienaventurada.

Y así, unidos a la Virgen María en este Domingo de Gaudete, la Iglesia eleva su voz y proclama:

Mi alma alaba al Señor,
y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador.
Porque ha hecho proezas con su brazo.
Grande es su Nombre.

Gaudete.
Regocijaos.
Y nuevamente, regocijaos.


Mons. + Abraham Luis Paula Ramírez
III Domingo de Adviento (A) 


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