
DOMINICA IV ADVENTUS: «Si no creéis, no subsistiréis»
El Leccionario en un texto
Primera Lectura: «La joven está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel» (Is 7,14)
Salmo: «Va a entrar el Señor, Él es el Rey de la gloria» (Sal 23 [24])
Segunda Lectura: «El Evangelio de Dios, prometido por sus profetas, se refiere a su Hijo» (Rom 1,1–4)
Evangelio: «Le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21)
Homilía
Amadísimos hermanos en el Señor: Después de tantos caminos recorridos en el corazón, suscitados por la Palabra de Dios, nos encontramos ya en el umbral sublime del gran Misterio. Hemos llegado, por fin, ante la puerta del Portal de Belén, cuando la esperanza de los siglos, largamente aguardada, se dispone a hacerse realidad. Frente a nuestros ojos, una escena inaudita, la Virgen María y San José preparan, llenos de expectación y de amor, la cuna donde ha de nacer Dios. Entre pajas ha de nacer el Soberano de los reyes de la tierra y el Señor del cosmos. Y aun después de tantos años, al alcanzar este cuarto domingo de Adviento, el corazón se sobrecoge con una emoción que desborda toda medida.
Desde pequeño, por estas fechas, cantaba ya aquel hermoso himno que, con palabras sencillas, convocaba a los pastorcillos a adorar al Rey de los cielos que nace en Judá. En ese canto se transmitía, casi sin advertirlo, una confesión de fe elemental y profunda, aprendida en el seno de la vida cristiana. Y decía:
«Sin ricas ofrendas
podemos llegar;
el Niño prefiere la fe y la bondad».
Qué simplicidad tan extraordinaria nos pide el que ha de nacer, y cuán exigente resulta corresponderle con verdad.
La fe, como certeza de lo que se espera y convicción de lo que no se ve, ha debido sostener esta espera de cuatro semanas y ha de sostener, del mismo modo, toda la vida del creyente. Un corazón habitado por la fe se vuelve capaz de reconocer la Presencia de Dios aun cuando ésta se ofrece velada, humilde, despojada. Y en la bondad —don sublime de los corazones donde hacen morada la caridad, el perdón y el amor— aquello que parecía intangible se encarna y comienza a dar fruto. Donde la fe y la bondad son custodiadas, toma forma la espera propia de la Iglesia, sostenida en fidelidad y en servicio fraterno.
Sigue cantando el corazón de aquel niño:
«Un techo rústico abrigo
le da;
por cuna un pesebre, por templo un portal».
Estos versos parecen describir el momento sagrado en que hoy nos encontramos, a la puerta del establo. Ante esta pobreza que desarma toda previsión humana, el alma experimenta una vacilación semejante a la de Juan el Bautista, el último de los profetas. Desde lo hondo surge la tentación de preguntarse si es aquí donde Dios ha querido nacer, si éste es verdaderamente el lugar de su venida, o si habrá que buscarlo en otros ámbitos más acordes con las expectativas del mundo.
"¿Eres tú el que ha de venir, o hemos de esperar a otro?" (cf. Lc 7:20).
La estrofa de este himno que vuelvo a saborear y que hoy comparto con vosotros, concluye así:
«En lecho de pajas incógnito
está
quien quiso a los astros su gloria prestar».
Y ahora, aquella pregunta existencial comienza a disiparse ante la manifestación soberana de Dios:
No, Juan, hombre del desierto, profeta y voz que preparas el camino del Señor,
la espera que ardía en tu anuncio ha llegado a su cumplimiento. Aquél a quien
señalaste ya ha aparecido, y tu testimonio ha sido sellado en la verdad.
Oh Israel, pueblo que aguardaste durante siglos la consolación prometida a los padres, resplandece, porque ya ha venido tu Luz y el deleite del Señor reposa sobre ti.
Y vosotros, siglos de los siglos, portadores del gemido de la humanidad que suspira por un Salvador, el tiempo ha alcanzado su plenitud. La Palabra que habitó entre los hombres y abrió su camino en la historia, sin desdeñar el seno de la Virgen, nos ha devuelto la salud perdida en el Edén.
Escuchad bien, el Mesías ha llegado según el designio del Padre y en breve se dejará ver velado en la fragilidad de un Niño. Aquel cuya gloria resplandece más allá de los astros ha consentido en ocultar su esplendor, entregándolo a las estrellas, para revestirse de nuestra carne. Aquel que trasciende toda medida ha querido hacerse presente en el espacio y en el tiempo de la creación, sin dejar de ser el Principio de todo cuanto existe; el Señor de todo lo visible y lo invisible se ha hecho cercano, según el designio libre y eterno de Su amor.
La Iglesia, con sabia pedagogía espiritual, detiene hoy nuestros pasos. El tiempo de buscar ha terminado; hemos llegado al lugar señalado y se nos concede permanecer. El portento está próximo a manifestarse, y el don se reconoce en la espera fiel. "Seré como rocío para Israel" (Os 14:6), dice el Señor, y así acontece su visita, fecundando la tierra mansamente. Cual "la nube cubrió el Tabernáculo de reunión" (Ex 40:34) y la señal de su presencia envolvió el lugar del encuentro sagrado, así se acerca ahora el Emmanuel. Nos dice Isaías: "Sobre tus murallas, Jerusalén, he apostado vigilantes" (Is 62:6), figura de nuestro Adviento, y el cristiano fortalecido en su oficio, "más que el centinela a la aurora" (Sal 130:6), aguarda a su Señor.
A fin de imantarnos aún más de esta hora de gracia, adentrémonos ahora en la Palabra que ha sido proclamada hoy. El profeta Isaías se dirige a la casa de David en un momento de miedo y de alianzas torcidas, cuando el poder humano parecía más fiable que la fidelidad del Altísimo. Acaz busca sostén en Asiria, en el amparo de un imperio que ofrecía ejércitos a cambio de vasallaje, y, desesperado, no comprende las palabras de Isaías cuando le dice: "Pide un signo al Señor, tu Dios: en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo". El rey le responde haciendo uso de una cierta diplomacia frente al enviado de Dios: "No lo pido, no quiero tentar al Señor". Parece una respuesta muy piadosa, pero en realidad se traduce de esta manera: "¿Confiar ahora en Dios cuando Jerusalén puede ser destruida? ¡Más me valdría ejércitos y espadas!".
Muy humano, muy nuestro, ¿verdad? En momentos de angustia y desesperación ponemos la mirada en seguridades visibles, en la pertenencia a una institución prestigiosa, en una cuenta bancaria bien provista, en la ciencia absolutizada como primer y último refugio. Todo ello puede ser útil en su orden; el peligro comienza cuando terminan sustituyendo sigilosamente la confianza debida a Dios. Por eso Isaías se le enfrenta con la libertad propia del profeta que habla en nombre del Dios vivo. La única firmeza verdadera nace de la fe: "Si no creéis, no subsistiréis". Isaías llama a apoyarse en la Roca inconmovible, el Dios de Israel, y a edificar nuestras vidas sobre su Palabra. Su fidelidad resulta más firme que cualquier alianza, más estable que cualquier imperio. Por eso el profeta lo nombrará más adelante dos veces "el Dios del Amén" (Is 65:16), fundamento indestructible de su alianza.
Y en la hora más dramática en que se juega el futuro de la casa de David y del templo, el Altísimo responde con la promesa de una virgen encinta, de un hijo que nacerá. La fragilidad que el mundo juzga insuficiente queda investida de una autoridad que viene de lo alto, porque el signo pedido "en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo" se concentra en un Nombre. Y ese Nombre, anunciado a Acaz como prenda de fidelidad, se despliega ante las naciones como revelación plena, Emanuel: Dios-con-nosotros. En Él se reconoce al Dios que salva, al Dios que desciende hasta la criatura para devolverle la vida perdida. Por eso ese Nombre será proclamado y confesado de un extremo al otro del universo, y ante Él toda rodilla se dobla, en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra (Filp 2:10-11).
El salmista eleva su canto, y en esa alabanza escatológica ya resplandece, velada, la gloria del Hijo de la Virgen. Al proclamar que del Señor es la tierra y cuanto la llena, confiesa al Verbo por quien todo fue hecho, Rey de la gloria que avanza para tomar posesión de lo que le pertenece. Y cuando pregunta quién puede subir al monte del Señor y permanecer en su recinto santo, la Escritura señala, más allá de toda lectura apresurada, al Único. Aquel que recibe verdaderamente la bendición del Señor y la justicia que viene de Dios es el Homo purus, el Hombre íntegro, en quien no hay engaño, el solo capaz de ascender al monte del sacrificio y ofrecerse como víctima agradable.
Muchas veces, al escuchar o cantar este salmo, el corazón se inclina a buscar rostros ejemplares, virtudes admirables, vidas nobles; todo eso tiene su lugar, pero la Palabra conduce a un reconocimiento más hondo. Ninguno de nosotros, marcado por la herida antigua, alcanza por sí mismo esa altura. De Cristo habla este salmo. Él es el hombre de manos inocentes, manos abiertas y traspasadas, para que por su sangre recibamos la justicia de Dios. En Él, la generación que busca el rostro del Señor encuentra refugio, y en su entrega el canto del salmista aflora con tonos triunfantes de profecía cumplida.
La Palabra, sembrada en la espera de Israel y cantada en los salmos como promesa y figura, se abre ahora, en la voz del apóstol Pablo, a una amplitud verdaderamente universal. Formado en las escuelas de la Ley y profundamente arraigado en la tradición de sus padres, Pablo reconoce, a la luz del encuentro con Cristo, que todo cuanto había sido prometido converge en una sola Persona. En Jesucristo se han cumplido las Escrituras, y ese cumplimiento ya no puede quedar circunscrito a los límites de un pueblo o de una cultura. El Nombre anunciado a la casa de David ha sido confiado a la Iglesia para que resuene hasta los confines de la tierra.
Por eso Pablo puede hablar con audacia del "evangelio de Dios" como gracia recibida, como buena noticia que brota del mismo seno del Padre y lo ha alcanzado personalmente. Jesucristo, nacido de la estirpe de David según la carne y constituido Señor por la resurrección de entre los muertos, es el contenido vivo de ese Evangelio. En Él, la promesa se hace don, y el don se ofrece sin reservas. El apóstol sabe que lo que ha recibido no le pertenece: la gracia que lo ha tomado está destinada a ser anunciada, para que judíos y gentiles, creyentes y extraviados, puedan reconocer que Dios permanece fiel, que no abandona al hombre, y que en su Hijo ha abierto un camino de vida verdadera y eterna.
Y así, de la mano del apóstol Pablo, el itinerario de este domingo nos conduce al Evangelio proclamado. Según san Mateo, el cumplimiento de la promesa de un Salvador entra en la historia por un camino sobrio y exigente. La escena se concentra en José, varón justo, a quien Dios se dirige por medio del sueño, uno de los modos recurrentes en la Escritura mediante el cual el Señor ha comunica a sus siervos una revelación o les confía una misión.
A José se le encomienda imponer el nombre al hijo que María dará a luz. En el horizonte bíblico, dar nombre equivale a reconocer jurídicamente una filiación, asumir una responsabilidad real y situar una vida dentro del curso concreto del pueblo de la alianza. Mediante este acto, José, descendiente de David según la genealogía que abre el Evangelio (cf. Mt 1,1–16), introduce legalmente al niño en la estirpe davídica y presta su obediencia silenciosa al designio salvífico que Dios lleva adelante en la historia.
Ese niño, concebido por obra del Espíritu Santo, no procede de iniciativa humana alguna. José no alcanza a penetrar plenamente el misterio que se le confía, y sin embargo se abre a la palabra que le llega por medio del ángel y la acoge con obediencia. Su decisión nace en un territorio donde la razón se queda corta y la fe comienza a sostener el paso de su vida y su propósito. Recibe a María y, con ella, recibe la obra que Dios está realizando, aun sabiendo que ese gesto podía exponerlo a la incomprensión, a la sospecha y al descrédito ante los suyos. En esa elección se manifiesta la entereza de su fe, la de un hombre que entrega su voluntad y acepta cargar con el peso del misterio.
Aquí se abre una pregunta que alcanza de lleno nuestra propia existencia. ¿Cuántos estaríamos dispuestos a acoger la misión del Señor cuando ésta nos expone al descrédito, cuando nos coloca en la intemperie ante el juicio del mundo o nos priva de seguridades humanas? ¿Qué tenemos hoy para ofrecer a una humanidad herida y agitada, fatigada por promesas que se multiplican y se disuelven sin dar consistencia a la vida? El mundo oscila entre la desesperanza y una fe reducida a experiencia emocional y, por tanto, pasajera, capaz de brindar un impulso momentáneo, pero incapaz de sostener un camino que atraviese el tiempo.
Una fe así jamás habría sostenido la historia de la salvación. Con una fe reducida a sentimiento, Acaz habría actuado con plena lógica al aferrarse a los imperios. Con una fe limitada a la emoción, Pablo nunca habría pasado de perseguidor a testigo. Con una fe de conveniencia, José habría cerrado su corazón al misterio y habría preservado su honor. La fe que nace de la verdad, en cambio, se atreve a confiar más allá del cálculo, porque reconoce en la acción de Dios una fidelidad que no defrauda, fundada en sus promesas que son siempre Sí y Amén (2 Corintios 1:20).
La fe capaz de mover las montañas hunde sus raíces en la verdad y, por ello, participa de algún modo de la claridad con la que Dios contempla el designio de todas las cosas. Nuestra generación manifiesta con particular nitidez una herida profunda en este punto decisivo. La verdad ha sido progresivamente reducida a lo material, despojada de toda trascendencia, confinada a lo controlable y a lo inmediatamente verificable, mientras se mira con desconfianza toda palabra que pretenda iluminar la vida en su totalidad y ofrecer un fundamento último a la existencia. Todo lo demás —la verdad que no se deja encerrar en lo cuantificable y que aspira a dar sentido al conjunto de la experiencia humana— es desplazado hacia la esfera de lo privado, reducido a opinión intercambiable o, como ya hemos señalado, a sentimiento fugaz.
Así, la verdad que abarca la totalidad de la vida, la que ofrece una clave para comprender la persona, la humanidad y la historia, comienza a resultar incómoda y sospechosa. Silenciada esa verdad, el horizonte se estrecha y Dios deja de ser una pregunta viva. Cuando la verdad se eclipsa, la esperanza se apaga, y el hombre queda expuesto a un mundo sin dirección, abundante en medios pero empobrecido de sentido.
Por eso resulta urgente dejarnos fortalecer por la fe de los santos hombres de Dios, aun cuando seguir ese camino tenga consecuencias. El Adviento, desde su inicio, se nos ha presentado como un camino en ascenso. Subir al monte, volver al origen, mirar desde lo alto para comprender la meta. ¿Qué vamos a ofrecer al mundo, si no el signo dado desde antiguo? He aquí que la Virgen da a luz un Hijo. Él viene a rescatar al mortal de su extravío y a devolverlo a la verdad de Dios, pura y luminosa. Y cuando esa promesa parece inadmisible para la razón que sólo acepta lo mensurable, cuando la fe tropieza con el escándalo de lo imposible, la voz del profeta vuelve a alzarse con la misma ardiente sobriedad de siempre, atravesando generaciones y conciencias: "Si no creéis, no subsistiréis".
Cuando Isaías habla de subsistir, convoca al hombre a una vida que atraviesa la muerte y se proyecta más allá del tiempo y el espacio. Pregunta, en lo hondo, por la eternidad, por una vida que no se consuma. Creed, entonces, y acoged la Palabra que procede de Dios y que ahora, en la plenitud del tiempo, en esta hora última del Adviento, está a punto de manifestarse entre nosotros hecha carne.
Cierto es que creer pide algo de infancia recuperada. El mismo Señor lo ha dicho con palabras definitivas: "Si no os volvéis como niños…" (cf. Mt 18,3). Creer pide esa disposición que sabe alegrarse ante lo sencillo, reconocer el don sin exigir pruebas, abandonarse con confianza y dejarse conducir. Tal vez por eso los niños se gozan con tanta naturalidad en la Navidad, porque aún no han aprendido a poner condiciones al Misterio. Desde esa memoria primera, deseo volver una vez más a mi propia niñez y culminar este anuncio retomando, en su última estrofa, el himno que hemos evocado, invitándoles a permitir que sea la música de la fe la que nos conduzca hasta Él:
Con alma y con vida
volemos allá;
que Dios, niño y pobre,
nos acogerá.
Los brazos nos tiende
con grato ademán:
«¡Llegad!», nos repite
su voz celestial.
Apostados en silencio ante el Misterio que se nos confía, permanezcamos en espera. Y dejemos que la luz de Aquel que nace vuelva a acercar el cielo a la tierra, y nuestras almas a Dios.
Mons. + Abraham Luis Paula Ramírez

