"El Fuego que nos unifica en un solo Cuerpo"

08.06.2025

El Leccionario en un texto

Solemnidad de Pentecostés – Ciclo C

Primera Lectura: Hechos de los Apóstoles 2, 1-11
"Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse." (Hch 2,4)

Salmo: Salmo 103 (R. Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra)
"Envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra." (Sal 103,30)

Segunda Lectura: 1 Corintios 12, 3b-7. 12-13
"Todos nosotros hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo." (1 Co 12,13)

+ Evangelio: Juan 20, 19-23
"Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: 'Recibid el Espíritu Santo'." (Jn 20,22)



HOMILÍA

Amadísimos hermanos:

Hoy resplandece en la Iglesia la plenitud de la Pascua. Después de cincuenta días de gozo en la Resurrección, celebramos el descenso del Fuego divino, el cumplimiento de la Promesa, la efusión del Paráclito, Don del Resucitado. Llegar nuevamente a Pentecostés, es más que celebrar el aniversario de un hecho pretérito, es experimentar la irrupción perenne del Espíritu en la vida del Cuerpo Místico de Cristo: La Iglesia, que en multitud de carismas y tradiciones se muestra como Templo vivo del Espíritu de Dios.

El estruendo del viento impetuoso y las lenguas de fuego que hoy se posan sobre los apóstoles son símbolos elocuentes de realidades espirituales hechas visibles. Así como en el Sinaí el fuego revelaba la majestad del Altísimo, así también ahora el Espíritu se manifiesta para sellar un pacto definitivo, grabado no en piedra, sino allí donde el fuego del Amor ha hecho del corazón humano su morada viva. Aquello que antes era temor y encierro, se transforma en proclamación y audacia. He aquí el milagro: quienes habían huido al pie de la cruz, ahora predican con firmeza, y cada uno les entiende en su lengua, porque hablan desde lo profundo de Dios, en el idioma del amor que toda alma desea y reconoce.

Cuando el alma se rinde al Misterio insondable de Dios, y lo hace con ternura y pasión, el Paráclitos enciende en lo más profundo del ser la sabiduría que viene de lo alto. El verdadero fruto de Pentecostés se manifiesta cuando el hombre es tocado y transformado por el Fuego divino. Más allá del signo visible de lenguas nuevas, lo que resplandece es la conversión interior, el nacimiento de una vida conducida por el Espíritu. Aquellos sencillos pescadores se convirtieron en columnas vivas de la Iglesia porque ardían por dentro con la llama de la Presencia. El fuego del Espíritu actúa sin devastar: purifica con delicadeza, eleva con suavidad y refina con poder celestial.

Pentecostés es el día en que el aliento de Dios, oculto en la brisa de los tiempos y prefigurado en las teofanías del Antiguo Pacto, desciende para habitar en los renacidos entre las aguas y el Espíritu y hacer germinar lo eterno en lo terreno. En el cenáculo elevado sobre Jerusalén —ese santuario donde María y los Apóstoles perseveraron unánimes en la oración— se vislumbra una espera serena y activa, colmada de una esperanza que se cuaja en la oración templada por la fe. Diez días habían transcurrido desde la Ascensión, y en ese intervalo santo, la Iglesia fue gestada en el seno de la fidelidad. Aquel aposento se volvió altar, y sobre él se cumplió la Promesa: "Y se llenaron todos del Espíritu Santo" (Hch 2,4).

La multitud de llamas de fuego posadas sobre la cabeza de los ciento veinte, aunque disímiles, fueron fulgores de un solo resplandor: el del Resucitado glorificado, que comunicaba desde su corazón traspasado la Vida del Espíritu. Las lenguas que allí se escucharon —diversas y sin embargo armónicas—lejos de sembrar confusión, revelaron la unidad de una sola Fe, expresada en la riqueza de cada pueblo redimido. Nada se forzó, porque el Espíritu Santo es un caballero en su trato. Fue esperado, fue invocado, y al llegar fecundó de fuerza divina a la Iglesia.

Así se cumplieron en ellos las palabras antiguas del salmista: "Envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra" (Sal 103); todo el mundo conocido fue colmado con la palabra del Evangelio. Desde entonces, cada alma que acoge al Espíritu se convierte en tierra fértil donde brota lo nuevo. Y este aliento divinal, además de recrear, también transforma. Allí donde las fuerzas se agotan, Él infunde fortaleza. Donde la alegría parece lejana, Él sopla su consuelo. Donde la noche amenaza el alma, Él abre una rendija y entra con Su luz, y esa claridad basta para sostenernos.

Por eso canta la Iglesia:
"Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo… Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo".
Este himno milenario, más que un poema de devoción, es el suspiro ardiente de la Esposa que ha reconocido el perfume del Amado y lo busca entre las líneas vivas de la Palabra. Le es familiar su presencia porque ha aprendido a discernir su voz en la madrugada, y a esperarle en la noche con su lámpara encendida.

Al compás de esta súplica, el alma despierta al misterio que une lo alto y lo profundo. Cuando el Espíritu se derrama, surgen armonías escondidas: los dones se entrelazan como hilos de un mismo manto celestial que se teje bajo la mirada amorosa del Padre. Su brisa organiza lo disperso, ordena lo múltiple y transfigura lo sencillo hasta hacerlo signo.

San Pablo nos recuerda en su carta a los Corintios que el Espíritu actúa conforme al designio sagrado de la comunión. "Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. "La Iglesia es un cuerpo, y cada miembro vive por el mismo aliento. No hay lugar para la autosuficiencia ni para la competencia espiritual. El que tiene un don, lo ha recibido para edificar; el que brilla, lo hace para que Cristo sea glorificado.

¡Cuán contracultural es esto en nuestro tiempo, donde el ego busca destacarse aun en el templo, donde el servicio se convierte en plataforma y la caridad se banaliza en espectáculo! El Espíritu de Dios desciende allí donde encuentra un corazón entregado, desprendido de toda posesión interior, abierto como cántaro vuelto hacia el cielo. No puede reinar en el alma henchida de sí misma, pues donde todo está ocupado por el ego, no hay lugar para la brisa sutil del Amado. Los santos de todo tiempo y lugar lo han mostrado con claridad en su enseñanza: sólo quien ha descendido al abismo de la humildad puede ser colmado por la plenitud del Espíritu. La vasija, para llenarse, primero debe vaciarse.

Los frutos del Espíritu no se improvisan ni emergen del esfuerzo humano; brotan de la inhabitación amorosa de Dios en la interioridad dócil. El mismo san Pablo nos asegura: "Nadie puede decir 'Jesús es el Señor' sino por el Espíritu Santo." Esta confesión no se limita a las palabras piadosas, pues es la vida misma la que debe proclamar que Cristo reina en el centro del ser. Es el Espíritu quien nos injerta en Él, como los sarmientos en la vid fecunda. Sin la presencia del Espíritu, las obras carecen de savia, y los gestos litúrgicos quedan desprovistos de aliento interior. Pero cuando Él está presente, incluso la oración más escondida, el suspiro más contenido, asciende como incienso puro ante el trono del Altísimo.

Lo que san Pablo describe como comunión en el Espíritu, san Juan lo muestra como acontecimiento vivido: el Resucitado, fuente de toda misión, se acerca a los suyos y les comunica su aliento. Desde el centro mismo del pequeño rebaño, irradia paz con su sola presencia. Sin imponer gesto alguno, transmite la plenitud de su envío. Así amanece el nuevo día de la creación redimida.

No derriba puertas, ni levanta la voz: se pone en medio y dice "Paz a vosotros". Luego, sopla. Sopla como el Creador en el Génesis: "Sopló en sus narices aliento de vida" (Gn 2,7). Y ahora, en este nuevo Génesis, comunica el Espíritu con el mismo aliento que en el principio inauguró la creación. He aquí el misterio: Cristo murió por nosotros y ahora vive en nosotros. "Recibid el Espíritu Santo", dice, y con esa orden nos introduce en su propia encomienda: "Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo."

Toda misión germina en el Espíritu, y todo perdón brota de la fuente encendida de Pentecostés. Por eso añade el Señor: "A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados." He aquí la autoridad sacramental, sostenida por la gracia del Paráclito, que se complace en recorrer los canales humildes del barro humano. Al tocar la arcilla de nuestra fragilidad, la transforma en instrumento de misericordia y de vida. Y así, desde aquel día, cada vez que un sacerdote proclama la absolución sobre un corazón penitente, el eco del hálito de Cristo vuelve a resonar sobre la tierra, y el misterio de Pentecostés se renueva en lo secreto del alma contrita.

¡Qué amor tan grande el del Señor por nosotros! Nada quedó al azar: todo fue dispuesto con sabiduría para que, una vez glorificado, su obra continuara viva en aquellos a quienes confió el ministerio de la reconciliación. Cumplida la promesa, su presencia permanece en la Iglesia por la acción maravillosa del Espíritu. Él sigue insuflando. Él sigue enviando. Ante tanto don, ¿cómo ha de ser nuestra respuesta?

¿Cómo viviremos este Pentecostés del año dos mil veinticinco? ¿Será todo palabras bien entonadas, cánticos solemnes y ornamentos que evocan el fuego del cielo? ¿O daremos el paso decisivo hacia un compromiso real con la unidad que Cristo desea? Si hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, si profesamos un solo Señor, una sola Fe, y en Él reconocemos a un solo Dios y Padre de todos… ¿cuántos años más deberán pasar para que quienes integramos el Cuerpo de Cristo dejemos de percibir la diversidad como una amenaza y aprendamos a discernir en ella el aliento creador del Paráclito?

Este es el tiempo propicio para establecer la comunión en el Espíritu y de espíritu: comunión que florece cuando el alma eclesial se abre a la fuente viva del Dios que, siendo Trinidad, es Comunión eterna de Amor.

Aquí se nos revela un signo grande y urgente para la Iglesia en este tiempo: la comunión auténtica no se sostiene en acuerdos pasajeros ni en estrategias que apenas rozan la superficie del alma. Su raíz se encuentra en la participación viva y transformante de la Vida trinitaria. La unidad que brota del Espíritu no aplana las diferencias; más bien, canta desde ellas. Es sinfonía. Así como en la liturgia muchas voces se entretejen en un solo himno, así también los diversos carismas, vocaciones y rostros que conforman la Iglesia, cuando están ungidos por el mismo Espíritu, forma la verdadera comunidad que glorifica en armonía.

En este sentido profundo, los cristianos verdaderos —aunque separados por muros visibles— pueden reconocerse cuando oran desde la misma herida y se postran ante el mismo Señor. Hay un latido invisible que recorre las almas marcadas por el fuego del Paráclito, una afinidad silenciosa que las entrelaza más allá de las fronteras. Cuando la humildad se encarna en una rodilla doblada, la reconciliación se ofrece en una mano extendida y la súplica toma forma de lágrima ofrecida con fe… respira el mismo Espíritu.

¿Y qué significa esto de orar desde la misma herida?

Los santos han enseñado que el costado traspasado de Cristo es la puerta del corazón de Dios, y que todo cristiano auténtico ora desde esa herida: entra por ella, se refugia en ella, bebe de ella. Es en ese abismo de amor lacerado donde el alma aprende la verdadera comunión. Orar desde la misma herida es entrar juntos en el Corazón abierto del Salvador y encontrar allí la unidad más profunda, aquella que no depende de estructuras visibles. Es, al mismo tiempo, sumergirnos en los resplandores gloriosos del Espíritu Santo, que como suspiro de amor entre Dios el Padre y el Hijo, se desborda hoy sobre sus amigos en la intimidad de la Pasión redentora que todo lo abraza.

Pidamos, pues, al Espíritu que nos atraviese con su luz, que nos vacíe de vanidades y nos colme de compasión. Que nos dé la lengua del Cordero, que no hiere; las manos del Siervo, que levantan; los ojos del Padre, que todo lo miran con ternura. Que haga de la Iglesia un solo corazón palpitando en cada rincón del mundo, sin fisuras ni sospechas, sin miedo ni mezquindades.

Ven, Espíritu Santo, y obra en nosotros lo que agrada al Padre. Que el mundo, al vernos vivir, descubra el rostro del Hijo, y glorifique al Dios Trino, en quien todo tiene origen y plenitud. Amén.


Mons. + Abraham Luis Paula