
“El único Señor del corazón”
El Leccionario en un texto
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Primera Lectura (Am 8,4-7): "El Señor lo ha jurado por la gloria de Jacob: no olvidará jamás ninguna de sus acciones."
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Salmo (Sal 112): "Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre."
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Segunda Lectura (1 Tim 2,1-8): "Hay un solo Dios, y un único mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús."
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Evangelio (Lc 16,1-13): "Ningún siervo puede servir a dos señores… No podéis servir a Dios y al dinero."
Homilía
Amadísimos hermanos en Cristo:
Hoy, en este XXV Domingo del Tiempo Ordinario, la Palabra santa nos introduce en el santuario oculto del corazón humano, donde se libra silenciosamente la elección decisiva de la vida. Allí, en lo más íntimo, resuena la pregunta: ¿a quién servimos en verdad? ¿Al Dios vivo que levanta del polvo al pobre, o a las riquezas efímeras que reclaman sumisión y esclavizan? La Escritura de este día es como un espejo encendido por la luz de Dios; refleja nuestras actitudes más hondas y nos invita a discernir con claridad a qué Señor entregamos nuestro ser y hacia qué destino orientamos nuestra eternidad.
En la primera lectura, el profeta Amós levanta su voz contra quienes explotan a los humildes y manipulan las balanzas para enriquecerse. Sus palabras resuenan como un toque de trompeta que advierte a los injustos: "No olvidaré jamás ninguna de sus acciones" (Am 8,7). El Señor no es indiferente al clamor del pobre, y su justicia no se deja corromper por los cálculos de los poderosos. Cada fraude, cada precio inflado, cada opresión contra el débil queda grabado en su memoria.
Este anuncio profético prepara nuestro corazón para la alabanza del salmo que hemos entonado. El Dios altísimo no permanece distante, sino que se abaja para mirar la tierra, y precisamente allí donde los hombres humillan a sus hermanos, para levantar al afligido y al abatido. "Del polvo alza al desvalido, y de la basura saca al pobre para sentarlo con los príncipes" (Sal 112,7-8). El mismo que derriba a los opresores es quien exalta a los pequeños.
Diariamente lo cantamos en el Himno del Magníficat: "Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes". El canto de la Virgen nos hace recordar su propia vida, una joven doncella que, aun cuando el Ángel le anuncia que sería llamada bienaventurada entre todas las mujeres, responde con humildad: "Yo soy la esclava del Señor". He aquí el secreto, sólo los santos experimentan que el Señor exalta a los que se rinden confiados a su poder y ponen más fe en su Palabra que en los bienes terrenales.
A esta mirada divina se une la proclamación de San Pablo a Timoteo: "Dios quiere que todos los hombres se salven" (1 Tim 2,4). Y nos recuerda que hay un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, que se entregó como rescate por todos. En Él descubrimos que la verdadera riqueza no consiste en acumular, sino en haber sido comprados por un precio de sangre. El tesoro que vale la pena custodiar es este, el conocimiento de la verdad que conduce a la salvación.
Así, lo que Amós denunció y el salmo cantó, San Pablo lo ilumina con la clave definitiva: toda vida, todo bien, toda historia, ha de ordenarse a Cristo, único mediador y único Señor.
Muchas veces, sin embargo, la Iglesia, tan entregada a practicar las obras del Evangelio, corre el riesgo de olvidar la predicación del Reino. Disponemos mesas en muchos lugares para dar de comer, gestionamos ayudas y tantas otras obras, pero cuántas veces los beneficiarios de esa caridad no llegan a descubrir el Amor de Aquel que inspira y sostiene esas acciones. Más adelante, cuando Jesús nos pida ser astutos, entenderemos que no podemos descuidar ofrecer a los pueblos el verdadero manjar, el tesoro más alto: Cristo mismo. Porque sólo Él sacia en verdad el hambre insaciable del corazón humano, sediento de eternidad.
Llegados al Evangelio proclamado, entramos en el terreno de una parábola que, aunque desconcierta al primer oído, se ilumina con claridad nueva a la luz de lo que la Palabra nos ha mostrado. Jesús narra la historia de un administrador acusado de infidelidad, que, antes de ser despedido, actúa con astucia para asegurarse un futuro. Fijémonos que el Señor no alaba su injusticia, sino su sagacidad, porque supo prever lo que vendría y obrar en consecuencia.
Y aquí resuena una queja de Jesús: los hijos de este mundo son más astutos en lo suyo que los hijos de la luz en las cosas del Reino. El contraste nos duele, porque revela nuestra tibieza. Somos diligentes para asegurar el pan de cada día, y sin embargo flojos para buscar el Pan que da la vida eterna.
Somos más diligentes para poner pan en la mano de los pobres que para hablarles del Señor que se hizo alimento en la Cruz y que permanece para siempre en la Eucaristía, prenda de vida eterna. Debemos ser sagaces: las riquezas materiales de la Iglesia han de encontrar siempre expresión en el servicio concreto al necesitado, pero aún más —y sin omitir aquello— hemos de ofrecer lo primero y más grande, la predicación de la Palabra. Obra y Palabra, Palabra y Obra, en armonía fecunda, para que el hermano no reciba solo lo pasajero, también lo eterno.
Pero la enseñanza no se detiene allí. Jesús nos conduce al corazón de la cuestión con una sentencia lapidaria: "Ningún siervo puede servir a dos señores… No podéis servir a Dios y a la riqueza" (Lc 16,13).
En la antigüedad, el esclavo pertenecía de manera absoluta a su señor. Su vida, su tiempo, sus fuerzas, todo estaba a disposición de aquel a quien servía. De este trasfondo brota la fuerza de las palabras de Cristo. El hombre no puede dividirse entre Dios y las riquezas, porque son como dos adversarios que se disputan el trono del corazón.
Esta lucha no se libra en el cielo ni en el mercado, sino en lo más íntimo de nuestra conciencia. Allí el alma es llamada a optar: inclinarse hacia el servicio de Dios, que engendra la lógica del amor, del compartir y de la fraternidad; o dejarse arrastrar por el culto a las riquezas, que suscita la lógica del provecho personal, de la competencia y de la ambición. Uno dice: "Comparte con el hermano, perdona la deuda, abre la mano al necesitado". El otro susurra: "Acumula para ti, busca tu interés, multiplica las ganancias". Son voces opuestas e irreconciliables, que reclaman obediencia total.
Y he aquí el gran peligro. Cuando la riqueza ocupa el lugar de Dios, se convierte en un ídolo invisible que esclaviza, un culto inconsciente que reduce al hombre a su afán de poseer. Nos gustaría, quizás, dar a Dios el domingo y a las riquezas los días ordinarios, pero Jesús nos advierte que esto es imposible: ambos señores son exigentes y excluyentes, no toleran competencia en el corazón.
Recuerdo en este punto una experiencia pastoral que aún llevo grabada. Acompañaba a un hermano en los últimos días de su vida, ofreciéndole oración y cercanía. Varias veces, aun bajo el peso de la enfermedad y de la medicación, se despertaba sobresaltado. Al preguntarle qué le inquietaba, la respuesta era siempre la misma: "Me resulta muy duro pensar que voy a morir y que mis cosas, mi dinero, pasarán a otros". Aquellas palabras, pronunciadas en la hora suprema, me estremecían grandemente: era una vida cristiana, y sin embargo turbada en lo más íntimo porque su tesoro se había asentado demasiado en lo material.
Imaginemos, hermanos, lo que significa llegar al umbral de la eternidad y descubrir que el corazón no ha sabido desprenderse de lo pasajero. En ese momento, cuando todo debía descansar en la paz de Dios, la inquietud venía de aquello en lo que había puesto su confianza. Por gracia, al final de la jornada, aquella alma logró rendirse en un abandono confiado al Señor, y con serenidad entregó todo su ser. Fue un signo claro de que la misericordia divina siempre aguarda hasta el último instante.
Meditemos entonces, no dejemos que los falsos ídolos, insaciables de la abundancia de lo temporal, nos roben la libertad interior. Recordemos la palabra de Jesús: "Donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón" (Mt 6,21). El dinero y las riquezas son necesarios incluso para extender el Reino, pero nunca deben ocupar el primer lugar.
Por eso, amadísimos hermanos, la verdadera sagacidad que Jesús nos propone se manifiesta en custodiar el único tesoro que permanece incorruptible: la amistad de Dios y la vida eterna. La astucia del cristiano se expresa en transformar los bienes terrenos en semilla de eternidad. Allí la limosna, la caridad y el servicio desinteresado se vuelven ofrenda escondida que, sembrada en la tierra, florece en el cielo como fruto incorruptible.
Y entonces el alma, liberada del apego, saborea la dulzura de servir a un solo Señor. Es una libertad que trasciende el mero esfuerzo humano y se manifiesta como don del Espíritu Santo, que rompe las cadenas interiores y enciende en lo profundo el júbilo de los hijos de Dios. Allí donde el hombre se abre a la gracia, la lógica de la avidez se disuelve como niebla ante el sol, y comienza a resplandecer la lógica del amor, clara como la aurora que anuncia el Reino.
Queridos hijos, la Palabra de hoy nos urge a elegir con claridad, Dios o las riquezas, el amor o la ambición, la fraternidad o el egoísmo. Que el Espíritu nos conceda sagacidad espiritual, para que, al final de nuestra vida, cuando el Señor nos llame a rendir cuentas, podamos presentarnos como administradores fieles y escuchar de sus labios la sentencia más dulce: "Ven, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor".
Amén.
Mons. + Abraham Luis Paula Ramírez