
"Entre Guatemala y el Caribe: Carta de Adviento (2014)"
ante ciertas dudas pastorales de la época.
Presentación de la carta
La carta que el lector encontrará a continuación fue redactada en noviembre de 2014, durante la estancia de Abraham Luis Paula en Guatemala, donde ejercía como pedagogo musical dentro de diversos proyectos destinados a la niñez y a la juventud de zonas especialmente golpeadas por la violencia. Por aquellos meses, su labor en Guatemala, nacida en el ámbito de la educación y del arte, se desplegaba también en la palabra viva. Una fe abierta al diálogo y una inclinación natural al encuentro lo llevaban a ser escuchado con estima en comunidades de Guastatoya, en aldeas del Departamento de El Progreso y en distintos espacios mediáticos donde compartía reflexiones bíblicas y alentaba un clima de comunión entre diversas denominaciones cristianas.
En el paisaje religioso de entonces, tanto en Cuba como en buena parte de América Latina, se propagaban voces que ponían en cuestión el Adviento y la Navidad, atribuyendo un origen equívoco a ciertos elementos festivos. La escasez de información histórica fiable, especialmente en regiones donde el acceso a internet apenas comenzaba a abrirse camino, facilitaba que aquellas dudas se extendieran entre fieles de corazón sencillo. Abraham, criado en un hogar donde estas celebraciones se vivían con hondura serena incluso en tiempos difíciles, comprendió de inmediato el desconcierto que tales interpretaciones podían suscitar en su comunidad de origen.
Fue en ese contexto, y desde la tierra guatemalteca donde entonces servía, cuando decidió escribir esta carta. Lo hizo con el lenguaje cercano, poético y profundamente cristiano que caracterizó sus primeras intervenciones pastorales. En sus líneas confluyen la sensibilidad navideña del Caribe, sus colores y sus pequeños signos domésticos, con una exposición clara del sentido teológico de la Navidad. El resultado es un texto que, más de una década después, conserva su frescura y su capacidad de iluminar, una invitación a volver a lo esencial y a custodiar la belleza de la fe en medio de interpretaciones parciales que, todavía hoy, reaparecen con sorprendente facilidad.
Vista desde el presente, esta carta permite reconocer en aquel joven maestro y predicador el germen del pastor que, con el paso de los años, sería llamado al ministerio episcopal.
M. Rvdo. P. José Luis Onsurbe Rubio

"Entre Guatemala y el Caribe: Carta de Adviento (2014)"
Guatemala, 18 de noviembre de 2014
"El pueblo que andaba en tinieblas ha visto gran luz; a los que habitaban en tierra de sombra de muerte, la luz ha resplandecido sobre ellos". (Isaías 9, 2)
Animados nuevamente con el anuncio del nacimiento bienaventurado del Hijo de Dios, se refresca nuestro espíritu, se renueva el corazón, se ensanchan nuestras tiendas, y así, como de sorpresa, penetra en nuestro mundo oscurecido por tantas calamidades un aire de esperanza y alegría. ¡Cristo ha venido, viene y vendrá! Esta es la buena nueva siempre fresca y vivificante; esta es la alegría de la Iglesia, nótese bien, de la Iglesia: es nuestra alegría.
Los campos se visten de aguinaldos, el aire porta esencia de madera en la hoguera, el viejo molino de mano canta saboreándose de maní y azúcar; sonríe la tierra con el palo de yuca que quiere un baño de almíbar canela; el sol nos da una leve tregua y, entretejido de nubes y gotas de caprichos eventuales, penetra el invierno sin fanfarrias en nuestro trópico. Algunos árboles desprenden sus hojas, llenando el suelo de colores, y con razón: en este tiempo hay que soltar lo viejo del corazón para ser revestidos con la gracia que nos visita. Entonces comienzan a aparecer en nuestras casas aquellas pequeñas lucecillas que, en ocasiones, requieren un gran esfuerzo para mantenerse brillando año tras año.
Los abetos —hoy en su mayoría artificiales— se empeñan en ser la mejor opción, y desde una rama no muy alta dejan ver aquel adorno de mil años, ese que sólo los que mantienen viva la inocencia pueden escuchar sus historias mezcladas en risas y llantos. Ha pasado por tanto, ha visto venir e irse a tantos… rompe la nostalgia por un instante… pero el viejito gordo de rojo precisa una sonrisa, aunque ya se haya borrado la pintura de sus labios. Y allí, a la luz de la estrella de papel aluminio —ya sea sobre la roca de cartucho manchada de verde, en la nieve de algodón o en una ficha de cartón—, la escena del Misterio de Amor: Aquel Infantilillo de los pañales y el pesebre, tan pequeñito para no llamar la atención, porque, aunque su nacimiento sea la razón de tanto revuelo, Él quiere seguir siendo pequeño para revelarnos la grandeza del espíritu.
Es imposible ver reaparecer estos signos que han matizado nuestra historia sin que venga a mi mente cada uno de ustedes, familia amada y hermanos muy queridos. Noviembre se extiende a prisa, termina el año cristiano: Jesús, nuestro Salvador, el Niño del pesebre, vuelve a ser proclamado Rey del universo. Es nuestro Omega, nuestro fin. Unidos en comunión con hermanos de diferentes lenguas y naciones alrededor del mundo, iniciamos el Adviento, ese tiempo maravilloso, tiempo de gracia, donde afirmamos que Dios, respondiendo al clamor suspirante de su pueblo por tantos años, se hizo hombre y, encarnando en una Virgen, vino a construir el puente que nos lleva de la tierra al cielo para salvarnos de la muerte eterna.
Para nosotros, los signos festivos de este tiempo —los adornos, el arreglo de la casa, el intercambio de regalos— adquieren verdadero sentido en Cristo, pues una Navidad sin Cristo es una fiesta más de fin de año. Es cierto que, desde octubre, pueden verse adornos navideños tanto en países de tradición cristiana como en Oriente Medio, Japón o China, que aún se encuentran distantes del mensaje central de la Navidad. Internet recoge fotografías y costumbres surgidas en esos países: conciertos de música clásica, cenas para enamorados en restaurantes occidentales, incluso el Christmas Cake para celebrar el supuesto cumpleaños de Santa Claus, algo que —a mi entender— queda muy distante del pesebre de Belén. Todo esto configura un paisaje bello, pero herido de silencio ante lo esencial.
Las películas de Hollywood han identificado este tiempo con decoraciones espectaculares, conciertos benéficos, personajes de Disney, intercambio de regalos y buenos sentimientos, acompañados por algún gesto de caridad, pero sin referencias religiosas explícitas. No sorprende que estas fiestas hayan perdido para muchos su identidad cristiana y se hayan convertido en simples vacaciones de invierno. Y, al mirar con los ojos de la fe, comprendemos lo que se oculta tras este olvido del Señor.
Por supuesto, las distorsiones del mundo jamás deben empujarnos a dejar de celebrar el Adviento y la Navidad. Créanme: ha sido una de las tentaciones más sutiles que el espíritu del anticristo ha sembrado entre muchos cristianos, alejándolos del misterio de Cristo.
Les aseguro que para Satanás ninguna fiesta donde Cristo sea el centro pasa inadvertida. Entre sus artificios más eficaces está desfigurar el sentido de la celebración hasta que Cristo quede velado, y también aprovecharse del celo sincero de algunos cristianos para distorsionar su discernimiento espiritual, sembrando sospechas infundadas sobre celebraciones cristianas, de modo que, queriendo ser fieles, terminan destruyendo aquello mismo que deseaban honrar.
Hermanos amados de la Iglesia "El Redentor" de Aguada de Pasajeros, no ignoremos las artimañas de nuestro Enemigo. Cuando no puede vencernos de frente, se reviste de aparente bondad para desorientar la conciencia y es capaz incluso de repetir verdades que nos son familiares, o fingir desprecio hacia sí mismo con tal de lograr su objetivo. La ignorancia no puede gobernarnos; permanezcamos vigilantes.
Hoy encontramos iglesias que afirman haber "descubierto" que Cristo no nació en diciembre, y uso las comillas porque nunca fue un secreto. Bien sabemos que la Iglesia fijó la Navidad el 25 de diciembre para contrarrestar el culto al Sol Invicto, y lo logró. Ese gesto cristianizó un día pagano, para anunciar al Sol de Justicia, la Estrella de la mañana, la Luz del mundo: ¡Cristo!
¿Creen que el enemigo se quedó con los brazos cruzados? ¡No! Recordemos que se valió de los celos de Herodes para perseguir e intentar dar muerte al Niño Dios. No pudo. Y más tarde, desvió ciertas expresiones devocionales hasta hacer menos visible, en algunos contextos, el primado cristológico. Y, al ver frustrado su empeño, buscó otros caminos más sutiles, orientando la imaginación de los pueblos hacia símbolos que, poco a poco, fueron alejando el corazón del misterio.
No descansó: inventó historias y divinizó a Santa Claus, relegando a los magos y al mismo Jesús; universalizó la figura y convirtió al buen anciano en receptor de las oraciones infantiles. Llenó la Navidad de hadas, duendes, gnomos: figuras que desvían la mirada del misterio cristiano hacia elementos puramente fantásticos, y con ello intentó borrar a los ángeles, mensajeros verdaderos de Dios.
La lista es larga… Y ahora muchos afirman que la Navidad es pagana. ¿Qué pretende el enemigo con ello? Matar al Niño. Nuestro pensamiento debe ser el de aquellos primeros cristianos: celebrar el evento más grande de la historia, la llegada de Dios a la tierra. La fecha ha sido cristianizada y santificada. Lo mismo sucede con quien acepta a Cristo: mantiene el mismo cuerpo, pero el centro de su vida es nuevo. "De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es…" (2 Cor 5,17).
Los cristianos de los primeros tiempos, siguiendo el modo de obrar de Dios, asumieron y transformaron cuanto podía convertirse en puente para anunciar el Evangelio a quienes aún vivían sin la luz de Cristo. En aquellos días, la cruz misma había sido objeto de usos paganos —y ustedes bien recuerdan cuánto hemos meditado juntos sobre ello—, hasta que Jesús derramó sobre ella su Sangre, y lo que fue en otro tiempo instrumento de condenación se convirtió en signo de salvación. Quiera Dios que el Espíritu Santo nos inspire ideas tan luminosas como las de aquellos cristianos antiguos, que sabían evangelizar sin gritos exuberantes ni artificios deslumbrantes.
¡Por tanto, hermanos, celebremos el Adviento y abramos las puertas a la Navidad! La Navidad es Cristo.
Al comenzar esta carta recordábamos una frase bien conocida por muchos de nosotros: ¡Cristo ha venido, viene y vendrá! Si meditamos en su venida pasada y nos preparamos para su venida futura, aprendemos a reconocer su venida presente. Comprendemos que Cristo llega en cada acontecimiento, y que el corazón debe mantenerse despierto para acogerle. Para quien lo recibe con fe, su venida es salvación; quien lo rechaza pierde la oportunidad y permanece en la condenación.
El Señor vino. Durante el Adviento ponemos, además, de manera natural nuestra mirada en el pasado, en la historia de la salvación; reconocemos en el Antiguo Testamento las esperanzas de Israel, meditamos en las promesas de los profetas y su posterior cumplimiento en Cristo: El Hijo de Dios se hizo hombre para que los hijos de los hombres llegáramos a ser hijos de Dios. Y porque Jesús vino y permanece con nosotros, hoy no necesitamos subir al cielo ni bajar al abismo para encontrar a Dios (Rom 10, 6-7).
El Señor vendrá. En Adviento, mientras celebramos las obras pasadas de Dios, la Iglesia también mira al futuro: aguarda la manifestación gloriosa de Cristo y la nueva Jerusalén que descenderá del cielo, cuando la humanidad redimida entre en el Paraíso verdadero —aquel que el Edén sólo prefiguraba— y viva para siempre en la vida de Dios. Jesús cumplirá sus promesas llevando a plenitud su obra salvadora y, mientras tanto, la liturgia anticipa ese cumplimiento y nos permite pregustar la vida eterna.
El Señor viene. La liturgia actualiza misteriosamente lo ya sucedido y lo que esperamos. Por eso hablamos de tres venidas: la histórica, la futura y la presente, donde convergen de modo misterioso. Jesús viene, se hace presente entre nosotros especialmente en la celebración de la Eucaristía, en el hermano que sufre, en aquel que nos extiende una mano, en la inocente sonrisa de los niños. La Escritura lo llama "el que es, el que era y el que viene" (Ap 1,8) y afirma que es "el mismo ayer, hoy y siempre" (Heb 13,8).
No olvidemos las disposiciones de santificación necesarias para celebrar el Adviento. Su eficacia se dará si aguardamos la Navidad como si esperáramos la segunda venida de Cristo. Este es tiempo de oración, misericordia y amor cristianos. Debemos mantenernos vigilantes, como las vírgenes prudentes; esa vigilancia es fuente de santificación. No durmamos. Estar despiertos es aceptar la propia verdad, reconocer nuestra fragilidad y atreverse a pedir perdón a Dios y al prójimo. Solo quien reconoce sus faltas comprende que necesita de Cristo y puede orar con humildad: "Oh Dios, restáuranos, haz resplandecer tu rostro y sálvanos". Es decir: que tu gracia nos ilumine y restaure en nuestras vidas la luz del Bautismo, a veces oscurecida por el pecado.
Recuerden cuando fueron sumergidos en las aguas vivificantes y la luz que recibieron en sus manos, signo de la resurrección con Cristo. En el camino llega el momento en que nos sentimos débiles, cansados, golpeados por escándalos que nos roban la ilusión de pertenecer a la Iglesia de Cristo. Parece que la oscuridad lo envolviera todo y que la llama de la fe se debilitara… Ese es el momento de pedir a Dios que su luz nos restaure, de redescubrir el sentido del Adviento, de acoger con humildad a Cristo, que viene siempre a "buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10).
Velar es optar por Cristo. A veces, también quienes llevamos muchos advientos nos dejamos seducir por el mundo. Por eso Jesús nos exhorta: "Velad en oración para no caer en tentación, porque el espíritu está decidido, pero la carne es débil" (Mt 26,41). Debemos estar atentos para que la gracia de Dios no se desperdicie en nosotros (2 Cor 6,1).
Muchos se preguntan qué significa velar en Cristo. Todos comprendemos lo que es creer, amar y esperar; pero ¿qué quiere decir Jesús al pedirnos que permanezcamos en vela? Algunos lo describen como los sentimientos de quien aguarda a alguien amado. Si el esperado es Cristo, velar equivale a vivir en deseo y en anhelo de encontrarle y servirle en toda circunstancia.
Esta
espera no es triste: es esperanza viva, no defrauda. Fiel es Aquel que hizo la
promesa. Por eso, como dije al comienzo, la noticia de un Dios que ha venido,
viene y vendrá es la alegría de la Iglesia: custodiemos ese gozo con
determinación humilde y serena.
La Navidad es nuestra. ¡Aleluya!
Somos nosotros quienes no podemos permitir que se apague, se nos ha confiado este mensaje. Alegrémonos y no dudemos en adornar nuestras casas, poner el árbol, encender las velas de la corona de Adviento y no perdernos un solo encendido. Reunámonos como hermanos —no solo en el culto, también en familia—; cantemos himnos antiguos y nuevos; perdonemos a quienes tienen algo contra nosotros e invitémosles, cuando sea posible, a compartir un café. No faltemos a la celebración de cada domingo ni a ninguna otra a la que se nos convoque, no podemos perder ni un momento de este tiempo de gracia y salvación.
Nosotros sí podemos celebrar con alegría. Nosotros somos la Iglesia, y el Dios de la vida, del amor, de la belleza y del perdón se nos ha manifestado. De Él procede nuestra fuerza; Él da sentido pleno a nuestra existencia.
Con mi corazón lleno de esperanza los animo en Cristo, deseándoles un ¡Feliz Adviento! Oremos para que Dios, nuestro Padre, permita —si es su santa voluntad— que pueda estar entre ustedes compartiendo esta estación sacramental de Adviento y, por supuesto, la Navidad.
Me despido con el saludo litúrgico propio del Adviento, y espero puedan unirse a mí al responder con toda la fuerza de vuestros corazones…
¡Maranatha, Maranatha, ven Señor Jesús!
Abraham Luis Paula Ramírez
Martes XXXIII del Tiempo Ordinario de la Iglesia, año 2014.

