Fiesta de la Sagrada Familia: «De Egipto a Nazaret»

28.12.2025
«Por encima de todo, el amor, vínculo de unidad perfecta.»

El Leccionario en un texto

  • Primera Lectura: «Hijo, cuida de tu padre en su vejez» (Eclo 3,12).

  • Salmo: «Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos» (Sal 127,1).

  • Segunda Lectura: «Por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta» (Col 3,14).

  • Evangelio: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto» (Mt 2,13).


Homilía


En este primer domingo después del Misterio del Nacimiento del Verbo, la Iglesia —todavía perfumada por el incienso de Belén— vuelve su mirada hacia Nazaret. La liturgia nos conduce desde la cueva donde resplandeció la Luz, hasta la casa donde esa Luz comenzó a decirse en voz humana, el balbuceo de un niño, el aprendizaje de la antigua ley, la textura real de lo cotidiano vivido por el Dios humanado.

En su providencia, el Padre dispuso que el Hijo entrara en nuestra historia bajo el abrigo de un hogar, sostenido por el trabajo de unas manos fieles, el silencio orante de una Madre, la custodia serena de un varón justo. En esos primeros momentos de la vida doméstica de Cristo, apenas documentados y velados a los ojos del mundo, el Misterio se estrena en su tramo más cercano a la subsistencia de los mortales. El Verbo, verdadero Dios y verdadero hombre, entra en la sucesión del tiempo común. Se sienta a la mesa y es alimentado en el hogar, como niño verdadero. Conoce el peso de la fatiga, experimenta la felicidad fugaz, es testigo —en la carne verdadera— de cuanto en toda familia se ofrece y se padece.

Y así, en medio de un sosiego apenas degustado, irrumpe una palabra que habría sacudido el corazón de cualquiera: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto» (Mt 2,13). El Evangelio coloca de este modo la Fiesta de la Sagrada Familia en el terreno real del acontecer humano, donde la Encarnación avanza entre sobresaltos y decisiones urgentes. La vida queda expuesta a los extremos; la estabilidad se agrieta cuando menos se espera; la amenaza se cierne incluso mientras confesamos que Dios es amparo y fortaleza.

Aquí se revela el vértigo de la escena. Aquel Niño que ha sido adorado por los pastores y celebrado por los ángeles y toda la esfera celeste queda ahora señalado por la envidia de Herodes. El Dios que se entrega a nuestras manos para ser cuidado se encuentra en peligro. Esas manos que Él mismo formó del polvo, capacitadas para crear bien, abrazar y amar, se vuelven instrumento de muerte. Aquí se asoma, con claridad severa, la ingratitud del corazón humano.

La Huida a Egipto, además, sitúa a Jesús en el gran cauce de la historia salvífica. El Hijo recorre sendas conocidas por Israel. El antiguo Egipto fue lugar de opresión para el pueblo elegido; el Mesías lo conoce como lugar de refugio. El profeta Oseas resuena en esta escena: «De Egipto llamé a mi hijo» (cf. Os 11,1). Se dibuja así un éxodo invertido: el Libertador entra en la ruta de los perseguidos, comparte la condición del desterrado, aprende desde la infancia el peso del desarraigo. La Sagrada Familia se vuelve icono de tantas familias que viven desplazamientos interiores y exteriores, presión económica, incertidumbre, cansancio acumulado. La Escritura ilumina esa experiencia tan nuestra, sin suavizar su aspereza y dejando entrever, al mismo tiempo, la mano providente del Dios fiel que sostiene y provee.

La guía de Dios, que preserva a la Sagrada Familia en caminos inciertos, alcanza también lo más humilde y decisivo de la vida cristiana, los vínculos que sostienen a la persona cuando los días se vuelve ásperos.

Por eso, junto al relato de la huida, la liturgia pone en nuestros labios la sabiduría del Eclesiástico «Quien honra a su padre expía sus pecados… hijo, cuida de tu padre en su vejez» (Eclo 3,3.12). La Palabra ilumina el lugar donde el amor deja de ser idea y toma cuerpo en decisiones verificables. La vida humana se va estructurando mediante relaciones que reclaman reverencia, paciencia y compasión. La vejez del padre, la vulnerabilidad de la madre, el desgaste de las fuerzas, la memoria herida, las dependencias que aparecen con el tiempo ponen a prueba el corazón y dejan al descubierto las fibras con las que ha sido tejido. 

Y este mandamiento queda ejemplificado en el mismo Cristo. Cuando la Pasión lo despoja de todo, asegura el cuidado de su Madre y la confía al discípulo amado (cf. Jn 19,26-27). En esa hora extrema, el Señor muestra que el amor filial pertenece al Evangelio. Honrar significa sostener, acompañar, preservar la dignidad del otro, cargar con su tiempo como parte de la propia responsabilidad ante Dios. La Escritura añade una promesa sobria, esa compasión repara el pecado, porque encausa el corazón en la dinámica misma de la misericordia divina.

Ese cuidado concreto, que la Escritura llama honor y del cual Cristo nos da ejemplo desde la Cruz, necesita un suelo donde pueda conformarse en la cotidianidad de los días. El salmo que hemos entonado pronuncia la bendición de Dios sobre la casa de aquellos que guardan su Palabra con imágenes tomadas de la realidad doméstica de Israel, llenas de gravedad bíblica y, de cierto modo, entrañables, el pan ganado con el trabajo, la mesa compartida, la parra fecunda en el interior del hogar, los renuevos de olivo alrededor.

Lejos de hablar de lujo, el salmo nos comunica el ideal de familia que, buscando lo necesario para vivir, evita volcarse en lo superfluo del mundo. Lo hace hablando del temor del Señor entendido como reverencia y lucidez, una mirada capaz de situar a Dios en el primer lugar para que el resto encuentre su justa medida. Cuando ese centro se sostiene en el altar familiar y en la búsqueda de Dios, el trabajo deja de devorar el corazón, el pan se recibe con gratitud, la mesa se transforma en un espacio real de comunión, tal como en la esfera litúrgica el altar se vuelve lugar donde Cristo se da como alimento para su familia, su Esposa la Iglesia.

Que el Señor te bendiga desde Sión», proclama el salmista. Con esa bendición, nacida en el corazón de la alianza, el Señor extiende en Cristo su alcance hasta los pueblos que antes no eran Pueblo. Y el hogar cristiano queda así ligado a Sión y a Nazaret, enraizado en la promesa, abierto a la alianza y dispuesto a servirla. De ahí nace su vocación al Reino, una pequeña escuela donde todos aprenden a vivir y a dar testimonio del Evangelio.

Así lo concibe el apóstol Pablo en su carta a los Colosenses, se adentra en el tejido complejo de la convivencia y comienza por lo que Dios ya ha dicho de nosotros en el Bautismo. "Elegidos, santos y amados" (Col 3,12) define primero la identidad, y desde ahí brota la forma concreta de vivir. Ese "revestimiento" hace reconocible a Cristo en la vida de su Iglesia, y la familia aparece como el primer ámbito donde esa pertenencia se hace visible al mundo. Por eso la paz de Cristo puede "reinar" en una casa (Col 3,15), cuando en el hogar prima el deseo de pertenecer a la comunión del único Cuerpo al que ha sido convocado. El apóstol insiste en que la Palabra sea leída y escudriñada, que "habite" con riqueza y que la acción de gracias sea unánime (Col 3,16-17). Cuando en un hogar se recupera esa devoción diaria, ese altar familiar del que ya les he hablado y que tantas veces es descuidado, la vida común adquiere dirección, y el corazón de todos los miembros que lo conforman, en cada jornada, va dejando como un sello el santo nombre de Cristo.

¿Cuál debe ser la corona de un hogar que desea reflejar a la Sagrada Familia? El amor. «Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta», nos dice el apóstol y se traduce en un trato donde la aspereza queda excluida, donde la obediencia de los hijos se comprende en un clima de confianza, y donde la autoridad de los padres se ejerce sin quebrar el ánimo. Familia cristiana, comienza ya a entronar en tu intimidad el modelo que hoy se nos presenta en Jesús, María y José. Eres semilla de una sociedad mejor, más humana y más justa. De tu fidelidad escondida nace un bien real para la Iglesia y para el mundo.

Tras el exilio, el Evangelio nos conduce de regreso a la región de la Baja Galilea, al norte de Israel: «Se estableció en una ciudad llamada Nazaret» (Mt 2,23). Y el relato se aquieta, como si la Providencia, después del sobresalto, condujera a la Sagrada Familia a un lugar donde la vida pueda rehacerse sin temores. Ahí se comprende mejor lo que acabamos de llamar "fidelidad escondida". El Verbo encarnado crece fuera de la escena pública, corretea en el taller de san José, levanta nubes de virutas, y va haciéndose fuerte al cuidado de María, la Virgen. Inmerso en el ritmo religioso de Israel, la sinagoga, los salmos, las fiestas, la Escritura escuchada y memorizada, como un niño más de su tiempo, va madurando la humanidad del Mesías, aguardando la hora de su manifestación.

Pidamos, pues, al Señor que visite nuestras familias con la gracia que hoy contemplamos en Nazaret. Que nos conceda un corazón dócil para escuchar su Palabra, firmeza serena para atravesar la prueba y caridad verdadera para sostenernos unos a otros en el temor de Dios. Que, bajo el ejemplo de José, custodio fiel, y de María, Madre en la fe, entronicemos a Cristo en nuestros hogares.

Que la paz del Santo Niño gobierne nuestras acciones y que el amor, vínculo de la unidad perfecta, configure nuestros gestos y nuestras decisiones. Así se fortalecerá la Iglesia, alimentada por Emmanuel en la Eucaristía, y crecerá su comunión en la esperanza que no defrauda, hasta que el Padre reúna todas las cosas en Aquel que es Alfa y Omega, principio y fin de todo cuanto existe.

Amén.


Mons. + Abraham Luis Paula Ramírez


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