“¡Ha resucitado el Señor, aleluya!”

20.04.2025

El Leccionario en un texto


Primera Lectura: Hechos de los Apóstoles 10, 34a. 37-43 

"Nosotros somos testigos de todo lo que hizo… y comimos y bebimos con Él después que resucitó de entre los muertos". (Hech 10,39a.41b)

Salmo Responsorial: Salmo 117(118), 1-2. 16ab-17. 22-23

"La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular". (Sal 117,22) 

Segunda Lectura: Colosenses 3, 1-4

"Aspiren a los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios". (Col 3,1)

Evangelio: Juan 20, 1-9

"Entró también el otro discípulo... vio y creyó". (Jn 20,8)



Homilía

Introducción

Queridos hermanos,
hoy no es un día más en el calendario litúrgico. Hoy es el Día, el Día luminoso, el Día grande, el Día sin ocaso, el Día en que todo cambió para siempre: ¡Cristo ha resucitado de entre los muertos! El universo entero canta con voz jubilosa: ¡Aleluya, aleluya, aleluya! El sepulcro vacío se abre como un signo eterno de esperanza, y la piedra removida no sólo descubre una tumba vacía, sino que despeja la entrada a una nueva creación, a una vida transfigurada, a una existencia bañada en gloria.

Hoy, el corazón de la Iglesia arde con un gozo que no es de este mundo. Un gozo santo, eterno, incorruptible. Hoy la Luz venció a las tinieblas, la Gracia triunfó sobre el pecado, la Vida derrotó a la muerte. ¡Cristo vive! ¡Cristo reina! ¡Cristo es Señor de la historia y del cosmos!

1. El testimonio apostólico: comimos y bebimos con Él

El Apóstol Pedro, en la primera lectura, nos hace entrar en el asombroso misterio con palabras colmadas de vida: "Nosotros hemos comido y bebido con Él después de su Resurrección". ¡Oh prodigio insondable! No se trata de una idea, de una bella metáfora, ni de un sueño piadoso. Es un acontecimiento concreto, visible, tangible, histórico, pero a la vez trascendente y eterno: Cristo, el Crucificado, está vivo, glorioso, transformado… y ha compartido la mesa con sus amigos.

Este testimonio no es fruto de la fantasía ni del delirio místico: es el eco del encuentro personal, de la comunión restaurada, del amor que vuelve a mirar, que vuelve a hablar, que vuelve a compartir el pan. Por eso la predicación apostólica es tan audaz: "Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos". En Él se decide todo. Quien cree en su Nombre recibe el perdón. Quien le ama entra en la vida eterna. Él es el Viviente por excelencia.

Sabemos que el Señor se presentó resucitado y dio pruebas indubitables de su presencia, esto lo comprobaremos a lo largo de la cincuentena pascual. No obstante, en aquel domingo que narra el evangelio de hoy, contemplando este misterio desde el umbral mismo de la aurora pascual, nos abrimos a la primera luz que penetra suavemente la oscuridad del sepulcro, y lo hace no con estruendo, sino con la delicadeza de un signo, visto por el discípulo amado.

2. El sepulcro vacío: vio y creyó

Juan, aquel que ponía su cabeza en el hombro de Jesús, corre. Corre movido por el amor, corre con el corazón en llamas. Llega primero al sepulcro, se inclina… ve… y cree. ¡Oh instante místico y glorioso! No ha visto aún al Resucitado, pero ha comprendido: las vendas caídas, el sudario plegado, el vacío lleno de presencia… todo le grita: ¡Él vive! En ese silencio sepulcral, resplandece la fe.

No vio un cadáver trasladado, ni signos de violencia. Vio el orden sagrado de quien ha salido sin romper nada, como la luz atraviesa el cristal. ¡Cristo ha resucitado de entre los muertos con poder divino, con majestad serena, con gloria incomparable! Desde ese silencio lleno de significado, nos movemos ahora hacia la respuesta del corazón creyente, hacia ese acto libre y total de adhesión que nace en lo profundo del alma: la fe.

Juan representa al discípulo que se deja tocar por el Misterio, no por la prueba empírica, sino por la certeza interior. Él creyó sin ver al Señor resucitado. En una sociedad que valora lo visible, lo viral, lo instantáneo, su actitud se vuelve profética. En un mundo saturado de imágenes, donde la verdad se mide en vistas y reacciones, Juan nos invita a una fe más allá de lo sensible. La fe que él vive es esa certeza de lo que se espera, esa convicción de lo que no se ve. Es una fe que desafía la cultura del espectáculo, porque se asienta no en la vista, sino en la apertura del corazón al Dios vivo. Así también nosotros estamos llamados a vivir: creyendo con firmeza en el Resucitado, aunque no lo hayamos visto, y haciéndonos testigos de su presencia en medio del mundo.

3. Busquen los bienes de arriba

San Pablo, en su carta a los Colosenses, nos recuerda que, si Cristo ha resucitado, nuestra vida no puede continuar igual. Si hemos sido bautizados en su muerte, también hemos sido bautizados en su resurrección. Por eso, ya no vivimos para nosotros, sino para Aquél que por nosotros murió y resucitó. "Aspiren a los bienes de allá arriba, donde está Cristo". Es un llamado a vivir ya desde ahora en clave de eternidad, con los pies en la tierra pero con el corazón en el Cielo.

En este día santo, hermanos míos, Cristo no nos ofrece un consuelo pasajero, sino una transformación radical. Nos llama a renacer con Él, a dejar atrás toda tiniebla, a dejar morir el egoísmo, el orgullo, la mentira, el odio, la tibieza, la mediocridad… ¡Hoy es el día para dejar que el Resucitado nos revista con su luz!

El encuentro con el Resucitado ha de transformar radicalmente nuestra existencia. Para los discípulos fue el paso del miedo a la valentía, de la dispersión a la comunión, del encierro al anuncio. Pero hoy, como entonces, esta experiencia se ve interpelada por las ofertas seductoras del mundo. La sociedad postmoderna intenta competir con la alegría cristiana ofreciendo sucedáneos de felicidad: consumo compulsivo, experiencias viajeras, culto al cuerpo y a la imagen, todo revestido de promesas de plenitud. Pero sin Cristo en el centro del corazón humano, todo eso se vuelve frágil e insuficiente. Nada de ello es malo en sí mismo, pero no puede ser la meta. Solo una vida centrada en Cristo puede abrazar la alegría con equilibrio, sabiendo que esta tierra no es el fin, sino el camino hacia la eternidad. Por eso, el mundo de hoy, que busca placer sin cruz, éxito sin renuncia, gozo sin entrega, considera a Cristo poco rentable. Pero solo Él ofrece una felicidad que no pasa fundada en la esperanza del domingo sin ocaso.

4. El Día del Señor: día nuevo, día eterno

Y esa felicidad verdadera se desborda. No se encierra en el alma que la recibe, sino que se convierte en misión, en compromiso, en oración eficaz.

Si hemos resucitado con Cristo, vivamos como hijos de la luz. No podemos callar lo que hemos visto y oído. Nuestra fe no es una ideología ni un consuelo interior, sino un fuego que debe encender otros fuegos. Y en este mundo herido por la guerra, por la persecución, por la enfermedad y la injusticia, nuestra oración ha de volverse clamor. Pidamos con fuerza por la paz entre las naciones en guerra, por los cristianos perseguidos, por los pueblos que sufren bajo la tiranía, por los enfermos de alma y cuerpo. Que nuestro gozo pascual no sea estéril, sino fecundo; que toque corazones, que levante caídos, que encienda esperanzas. Hoy, más que nunca, el mundo necesita testigos de la Resurrección que, con su vida, griten: ¡Cristo ha vencido! ¡La faz de la tierra ha sido renovada!

El Domingo, "Día del Señor", nace en este misterio. El primer día de la semana se convierte en el octavo día, el día que inaugura la nueva creación, el día que no pasará. Este día no es sólo una fecha; es una realidad sacramental, un ambiente espiritual, un estado del alma. Cada Eucaristía celebrada en Domingo es un eco sacramental de aquel primer y glorioso amanecer.

Hoy y cada día, debe resonar para nosotros aquel clamor del ángel: "¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?" No busquemos al Señor en los sepulcros del pasado, en las nostalgias estériles, en los hábitos de muerte, en los miedos paralizantes. ¡Él vive! ¡Él camina con nosotros! ¡Él nos precede en la Galilea de nuestras luchas diarias!

Conclusión

Amados en Cristo:
¡Resucitó el Señor!
¡Y resucitó para mí, para ti, para todos!

Su Resurrección no es sólo el final feliz de su historia: es el inicio glorioso de la nuestra. Hoy comienza el tiempo de la esperanza, el tiempo de la gracia, el tiempo de los santos. Hoy se rasga el velo del templo, se ilumina la noche interior, se abren las puertas del Paraíso.

No estamos solos, no estamos perdidos, no estamos condenados. La Vida nos ha visitado. La Gracia ha irrumpido. La Gloria ha descendido. Hoy es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo. Levántate, tú que duermes, deja que Cristo te ilumine. Vive en Él. Camina con Él. Lucha con Él. ¡Y resucita!

¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado! Aleluya, aleluya, aleluya!


Mons. + Abraham Luis Paula