Homilía del VI Domingo de Pascua: El Misterio de la Inhabitación Divina

25.05.2025


El Leccionario en un texto

Primera Lectura: Hechos de los Apóstoles 15,1-2.22-29

«El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido no imponerles más cargas que las estrictamente necesarias» (Hch 15,28) 

Salmo Responsorial: Salmo 66 (67)

«Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia» (Sal 66,5) 

Segunda Lectura: Apocalipsis 21,10-14.22-23

«No vi en ella templo alguno, porque su templo es el Señor Dios todopoderoso y el Cordero» (Ap 21,22) 

+ Evangelio: Juan 14,23-29

«Vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23) 



Homilía: El Misterio de la Inhabitación


Amados hermanos en Cristo:

En estos momentos, cuando el Espíritu Santo aún mantiene encendida en nosotros la llama jubilosa de la Pascua, la Liturgia de este VI Domingo nos introduce delicadamente en el corazón trinitario del misterio cristiano: el Dios que habita en nosotros. Cristo, con majestad serena, nos revela: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él». Estas palabras no se agotan en una expresión piadosa; son revelación profunda. Anuncian una realidad mística: el cielo se hace hogar en el alma que vive fiel a la Palabra. En esa alma, el Verbo encuentra su tabernáculo, y el corazón humano se vuelve arca viviente del Altísimo.

I. El alma como morada de la Trinidad

Decía san Agustín: «Interior intimo meo et superior summo meo», "más íntimo que mi propia intimidad y más elevado que lo más alto en mí". La morada divina en el alma no es figura, sino una experiencia mística real que transforma el ser. Cristo no se limita a aproximarse; Él y el Padre vienen con el Espíritu a habitar. El alma justa, santificada por la gracia, deviene santuario trinitario, recinto sagrado donde resuena el eco eterno del Amor.

Este misterio de la inhabitación ha sido contemplado, con lágrimas dulces y temblor de adoración, por los grandes místicos de Oriente y Occidente. Santa Isabel de la Trinidad lo expresó con una belleza pasmosa: «Me parece haber hallado mi cielo en la tierra, porque el cielo es Dios, y Dios está en mi alma». Y san Serafín de Sarov afirmaba: «El verdadero objetivo de la vida cristiana consiste en la adquisición del Espíritu Santo». El alma donde mora Dios participa de la vida divina, no como quien posee una cosa, sino como quien ha sido transformado en aquello que contempla. Es, en verdad, una participación de la vida trinitaria que trasciende los sentidos y que, sin embargo, es más real que todo lo visible.

II. La paz que Cristo comunica

En este templo interior donde mora la Trinidad, no solo se comunica la vida divina, sino también su paz. Porque cuando el alma vive en comunión con Dios, toda su existencia comienza a ordenarse desde dentro. Y es entonces cuando resuena, como promesa y como don, la palabra del Señor: «La paz os dejo, mi paz os doy…»

Con estas palabras, el Señor traza una distinción luminosa entre dos modos de paz. La que proviene del mundo —por muy bien intencionada que sea— se apoya en acuerdos, estructuras, nombres, instituciones, todo ello sujeto a error, corrupción o finitud. En cambio, la paz de Cristo brota de su Costado abierto, es fruto de la redención y se arraiga en la comunión con Él. No depende de variables externas, ni de escenarios favorables; nace del alma reconciliada con Dios, del corazón que descansa en la voluntad del Padre.

Es esta la paz que ningún tumulto puede arrebatar, la que permanece aún cuando las olas del dolor azotan con violencia. La paz que Cristo nos entrega no se aprende en tratados diplomáticos, sino a los pies del Crucificado, y se robustece en la adoración silenciosa del Resucitado. Solo quien ha bebido de esta fuente sabe lo que significa vivir en medio del mundo sin pertenecer a él, y atravesar la historia sin claudicar ante ella.

Por eso el Señor exhorta: «Que no se turbe vuestro corazón». Estas palabras del Señor no se limitan a consolar: llevan la firmeza de un mandato nacido del amor. Es un llamado a vivir anclados en la certeza de que Cristo, vencedor de la muerte, guía nuestra historia con ternura firme y sabiduría perfecta. Él desea que aprendamos a caminar por la luz de una fe interior robusta, nutrida en el altar y sostenida por la comunión de los santos. Esta fe no es aislamiento, sino fuerza para irradiar en aquellos momentos donde la comunidad no está presente. El cristiano, alimentado en la asamblea, debe ser en el mundo portador de esa paz, para sí y para los otros.

III. Custodiar la lámpara encendida

Hermanos en el Señor, si tan excelsa es la gracia de tener a Dios habitando en el alma, grande ha de ser también la vigilancia con que cuidamos esa presencia. El alma es lámpara viva, y su luz se alimenta de la oración constante, de la Palabra recibida como maná cotidiano y de los sacramentos celebrados con deseo ardiente. Cuando estas fuentes se descuidan, la claridad interior comienza a apagarse, y con ello, la mirada se enturbia y el juicio se dispersa. La sombra no entra de golpe: se insinúa allí donde la llama deja de ser custodiada.

El Espíritu Santo —dulce Huésped del alma— no permanece pasivo, sino que actúa como Maestro vivo y amoroso, conduciendo, recordando, iluminando. Es en la oración genuina donde su voz se hace audible; en ese recogimiento confiado, el Paráclito guía los pensamientos, esclarece la voluntad, y graba en el corazón los designios del Padre. Así lo vivían los Apóstoles, como se testimonia en la Primera Lectura de este domingo. Ellos oraban, discernían juntos, y por eso pudieron decir con santa osadía: «El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido…» (Hch 15,28).

Solo puede hablar así quien ha orado con perseverancia y ha afinado su oído espiritual para discernir la voluntad de Dios. Esta decisión colegial no brota del cálculo humano, sino de una sintonía profunda con la acción del Paráclito.

A partir de esta oración iluminada, los Apóstoles también supieron reconocer lo esencial del mensaje de Cristo. No se dejaron arrastrar por nostalgias de un ritualismo ya cumplido en el misterio pascual, ni buscaron una fusión confusa con los antiguos preceptos. Comprendieron, con sabiduría pastoral, que la plenitud de la Ley había sido alcanzada en Cristo, y que el yugo nuevo era el del amor. Por eso, sin omitir lo necesario, resumieron prudentemente en qué debía centrarse la vida de los creyentes de Antioquía, Siria y Cilicia, venidos de la gentilidad.

Este obrar apostólico —al mismo tiempo pastoral y profético— es una lección viva para nuestro tiempo. Con sincera caridad debemos reconocer que, a lo largo de los siglos, han proliferado en la Iglesia prácticas y exigencias que, aunque nacidas de intenciones devotas y perfectamente válidas en su momento, hoy aparecen muchas veces perpetuadas sin verdadero discernimiento o, en ciertos casos, recuperadas por grupos que, en su afán de promover una mayor piedad, acaban por revestirlas de rigidez o apariencia. El resultado es que estas prácticas, lejos de conducir con claridad hacia el centro del Evangelio, terminan generando confusión, división o fatiga espiritual. Algunas de ellas, por su carga simbólica o por su forma, ya no logran acompañar al hombre contemporáneo en su búsqueda de lo esencial.

Por eso urge custodiar la lámpara encendida: en la fidelidad al Evangelio vivido desde su centro —que es Cristo—, en una comunión profunda, tanto personal como eclesial, y en una vida interior dócil a la acción transformadora del Espíritu. Cuando el cristiano vive atento a la Presencia que lo habita, su existencia se convierte en transparencia: no impone cargas, no multiplica deberes sin vida, no oscurece el rostro del Maestro, sino que lo refleja con serena nitidez. Y así, la lámpara que arde dentro de él, no solo ilumina su camino, sino también el de aquellos que buscan, a tientas, la claridad de Dios.

IV. La Jerusalén celeste, promesa cumplida

El alma ha velado su lámpara y ha cultivado el silencio interior para escuchar al Espíritu, experimenta una paz que no depende de las circunstancias externas, una luz que brota desde dentro. Es en este horizonte que la Liturgia de hoy eleva nuestra mirada hacia la visión majestuosa del Apocalipsis: la Jerusalén que baja del cielo, resplandeciente como esposa preparada para su Esposo.

El vidente contempla muros anchos y elevados: imagen de la seguridad absoluta que envuelve a quienes han sido abrazados por Dios. Allí no hay temor, ni amenaza, ni fragilidad, porque la paz ha echado raíces profundas. Doce puertas monumentales, vigiladas por ángeles, nos hablan de la dimensión espiritual del acceso: no se accede por linaje terreno, sino por la pureza del alma que ha sido regenerada. Y el número doce, repetido en las puertas y en los cimientos, evoca la plenitud de la Iglesia, la comunión de los santos edificada sobre la fe apostólica.

Los nombres de los Doce están grabados en los fundamentos de la ciudad: como recordatorio de que toda verdad que nos conduce a la gloria tiene su anclaje en la predicación de los apóstoles. En tiempos de confusión, donde proliferan voces y caminos dispares, la Jerusalén celestial se edifica sobre la roca firme de la enseñanza de Cristo transmitida por su Iglesia.

Pero lo más sublime está por venir: «No vi en ella templo alguno, porque el Señor, Dios todopoderoso, y el Cordero, son su templo». Ya no hay necesidad de mediaciones. El deseo de siglos —ver a Dios, morar en Él— se cumple sin velos ni distancias. Esta comunión total, que alcanzará su plenitud en la gloria, comienza a realizarse ya en toda alma que ha entronizado al Cordero como luz y sacerdote interior. Allí donde Cristo ha sido puesto en el centro, allí donde su Palabra guía y su presencia vivifica, el alma se convierte en santuario vivo. Y lo que aguarda como destino escatológico, empieza a florecer como experiencia presente.

Así, cuando el corazón late al ritmo de esta vida nueva, la existencia entera se vuelve irradiación del Resucitado.Y entonces, con el salmista, el alma canta: «Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia» (Sal 66). El alma que ha descubierto el gozo de habitar en Dios, el alma que ha sido habitada por Él, no puede callar. Se vuelve canto, se vuelve luz, se vuelve ciudad. ¡Aleluya!

V. Habitar desde la inhabitación

Queridos hermanos, si el Señor ha querido hacer de nosotros su morada, no hay vocación más alta que custodiar esa Presencia con amor vigilante. Cada acto —por humilde que parezca— es liturgia cuando surge de una vida que arde en su centro, donde Dios habita y todo lo consagra.

Una existencia así ya no necesita buscar fuera lo que ha descubierto dentro: el templo está en lo íntimo, y desde allí se eleva, en silencio, un canto que solo el Amado escucha.

Y si algún día la oración se vuelve árida, o el silencio de Dios nos sobrecoja, no temamos. Hay una obra secreta que se gesta en la sombra, como la raíz que crece en lo oculto o la semilla que germina en lo profundo de la tierra. En esa quietud Él purifica, en la noche Él madura, en la aparente ausencia Él enseña. Allí donde no sentimos, el Espíritu trabaja con ternura poderosa.

Vivamos, entonces, como almas habitadas. Que nuestra paz —como la de Cristo— no dependa de las circunstancias, sino de la certeza de su Presencia resucitada y resucitadora. Y cuando llegue la hora definitiva, entraremos en la Jerusalén eterna no como forasteros, sino como hijos que regresan al hogar donde siempre fueron esperados.

Amén.


Mons. + Abraham Luis Paula