Homilía en la Exaltación de la Santa Cruz: “La gloria del Crucificado, esperanza del mundo”

14.09.2025
«Mas lejos esté de mí gloriarme, salvo en la cruz de nuestro Señor Jesucristo,
por el cual el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo».

El Leccionario en un texto

Primera Lectura (Números 21, 4-9):
«Cuando una serpiente mordía a uno, él miraba a la serpiente de bronce y quedaba curado».

Salmo (Salmo 77):
«Él, en cambio, sentía lástima, perdonaba la culpa y no los destruía».

Segunda Lectura (Filipenses 2, 6-11):
«Se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo».

Evangelio (Juan 3, 13-17):
«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en él tenga vida eterna».


HOMILÍA


Amadísimos hermanos en Cristo:

En este día sublime, la Iglesia entona su canto de victoria y se abraza al misterio de la Cruz. Resplandece en los altares el rojo sagrado, memoria de la Sangre derramada y fulgor del Espíritu que enciende la fe, mientras los himnos nos elevan hacia el Crucificado que reina desde el augusto madero y, con ellos, somos introducidos en el hondón del misterio pascual: el Árbol de la Vida, florecido en el Calvario, cuyo fruto inmortal alimenta a los redimidos y sacia la sed del mundo.

La liturgia nos convoca, a una sola voz, a contemplar aquel leño que en los tiempos antiguos constituía instrumento de suplicio, humillación y deshonra, pero que en el designio eterno del Padre fue transfigurado en altar de redención, trono de victoria y fuente inagotable de vida eterna. San Pablo nos recuerda que Cristo, siendo de condición divina, se anonadó hasta aceptar la muerte, y muerte de cruz (Flp 2,6-8). Precisamente por esta humillación voluntaria fue exaltado sobre todo nombre. He aquí el misterio que arrebata y sobrecoge: en la kénosis del Hijo se esconde la plenitud de la gloria de Dios Padre.

Ya lo había prefigurado la historia santa en el desierto: cuando el pueblo, mordido por las serpientes, hallaba curación al dirigir la mirada a la serpiente de bronce elevada por Moisés (Nm 21,4-9). Aquella imagen levantada sobre un estandarte no tenía en sí virtud alguna, pero apuntaba al misterio que un día se cumpliría en plenitud: "Así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna" (Jn 3,14-15). En el Calvario, la humanidad herida por el veneno del pecado encuentra la medicina en Aquel que, siendo inocente, fue colgado en el madero. Y entonces, donde la antigua herida parecía incurable, brota el manantial de la salud definitiva; donde reinaba la muerte, se inaugura la vida imperecedera.

San Agustín, al comentar este Evangelio, ilumina el misterio con estas palabras: «Allí, la muerte en la serpiente; aquí, la vida en el Señor. La muerte provenía de la serpiente, la vida viene del Señor; la muerte estaba en figura, la vida en la verdad. La serpiente significaba la carne del pecado; el Señor tuvo la semejanza de carne de pecado, pero ningún pecado» (In Ioannem, tract. XII, 11). Y así vemos cómo, con admirable intuición, el Doctor de Hipona nos muestra que Cristo asumió nuestra condición mortal sin mancha de culpa y, en la misma figura de nuestra miseria, nos devolvió la vida que habíamos perdido.

Contemplad, amadísimos, este Árbol de la Vida, plantado en el corazón del Calvario y reverdecido por la Sangre del Inocente. Es árbol de muerte para el pecado, porque en sus brazos se quebraron las cadenas de la antigua servidumbre y la mordedura del Maligno quedó sin poder sobre quienes fijan en Él sus ojos. Es árbol de vida para los redimidos, porque de su fruto sacratísimo —el Cuerpo entregado y la Sangre derramada— brota la gracia que vivifica y sacia la sed del mundo. Y es árbol de reconciliación, porque en sus maderos se abrazaron el cielo y la tierra, y el Cordero inmolado, derramando su Sangre, selló para siempre la alianza perpetua que restituye la paz. De este modo se cumple la visión del Apocalipsis: «El árbol de la vida da fruto doce veces al año, y sus hojas sirven de medicina para las naciones» (Ap 22,2). Y resuena en nosotros aquel antiquísimo himno que entonamos cada año, cuando la Iglesia proclama la Cruz como «árbol glorioso, árbol escogido, en cuyo tronco se realizó la salvación del mundo».

El salmista nos recuerda: «Él, en cambio, sentía lástima, perdonaba la culpa y no los destruía» (Sal 77). Esa misericordia ha quedado grabada para siempre en la Cruz con Sangre y con Fuego: con la Sangre que brota del costado abierto, clamor que sube al cielo y habla más fuerte que la de Abel (cf. Hb 12,24), garantía de reconciliación y de perdón ofrecido antes de que brotara el arrepentimiento humano, como proclama el Apóstol: «Cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8); y con el Fuego del Espíritu, que desde ese sacrificio pascual se derrama como gracia vivificadora, purificando y levantando lo que estaba postrado (cf. Hch 2,3; Hb 12,29).

En el madero de la Cruz contemplamos el altar donde el Hijo, ofreciéndose a sí mismo, se convierte en sacerdote y víctima; en él se alza el estandarte de la victoria para los que marchamos en pos del Maestro, hacia donde el Crucificado reina con majestad humilde; en él se levanta la bandera de los redimidos, proclamada por la Iglesia como «árbol glorioso, árbol escogido». En este madero bendito, el "Cordero sin pecado, que a las ovejas salva" abrazó en un solo gesto a Dios y a los culpables, estableciendo la nueva y eterna alianza.

Hermanos, meditemos por un momento cuán grande es la riqueza de la Iglesia al venerar la Cruz como signo de la Redención del mundo. El Viernes Santo, al descubrir el madero santo, la liturgia pone en nuestros labios este canto: «Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. Venid, adoremos» (Misal Romano, Celebración de la Pasión del Señor). Ese gesto, lleno de silencio y adoración, revela la confesión más profunda de la fe cristiana: en el madero se concentra la historia de nuestra salvación y la memoria de nuestra libertad.

Hoy, sin embargo, asistimos a un tiempo en que se pretende relegar la Cruz: es retirada de los lugares públicos, escondida de las conciencias y despreciada como un signo incómodo. El adversario de Dios no la ignora: justamente porque sabe de su potencia salvadora, busca profanarla con gestos de abierto desprecio. Y no nos faltan pruebas de ello: en prácticas ocultas, en ritos profanos, en símbolos que parodian lo sagrado, la Cruz es quebrada, pisoteada y humillada. Cuánto más debemos nosotros honrarla y levantarla con veneración, porque en ella se revela la gloria del Amor más fuerte que la muerte.

La negación de la Cruz no siempre se manifiesta en gestos visibles de ultraje. También puede esconderse en formas más sutiles: en la indiferencia que la relega al olvido, en la tibieza que la convierte en simple ornamento, en la cobardía que silencia su mensaje para evitar incomodidades. El cristiano ha de velar para no caer en estas trampas, pues incluso sin palabras ni actos de abierto desprecio, se puede faltar a la Cruz cuando se le da la espalda en la vida cotidiana.

Como testigos del Evangelio, debemos agudizar aún más nuestra mirada. Observemos cómo los enemigos de Cristo no se limitan a gestos simbólicos: impulsan desde posiciones de influencia proyectos y programas que materializan lo que en silencio representan. ¡Cuántas formas adquiere hoy el intento de quebrar el don del Árbol sagrado!

Pisotear la Cruz es despojar al hombre de su verdadera dignidad, arrancando los cimientos de la antropología cristiana que ha sostenido nuestro obrar y nuestra historia. Es abrir paso a la confusión de la mente y del corazón, hasta diluir el horizonte de la verdad en la niebla del relativismo, y muy especialmente del relativismo religioso. Es sembrar la cultura de la muerte, donde la vida humana, en vez de ser acogida como don, se somete a cálculos de utilidad y se descarta como si fuera un estorbo. Quien desprecia la Cruz ignora que en ella se revela la verdad del hombre y el sentido de la vida más allá de lo visible y perecedero. Frente a la oscuridad de este mundo, la Cruz resplandece como luz indestructible y faro de victoria.

En el horizonte del Calvario resplandece la paradoja del amor: el Padre entregó a su Hijo no para condenar, sino para que el mundo alcanzara en Él la salvación (Jn 3,17). Por eso proclamamos con gratitud reverente: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único» (Jn 3,16). La Cruz se alza como aurora de vida, umbral de la eternidad y signo supremo de la victoria divina. En el madero donde los hombres levantaron al Justo, Dios abrió la fuente de la gracia, y en ese misterio se reveló la plenitud de la vida que no conoce ocaso.

Por eso, amadísimos, mientras el mundo se debate en sombras y muchos pretenden silenciar la memoria del Crucificado, la Iglesia proclama con mayor fuerza su esperanza. Llegará el día en que en el cielo se manifestará la señal del Hijo del hombre (cf. Mt 24,30). Ese emblema glorioso será la Cruz resplandeciente: para los fieles brillará como luz de salvación y para los enemigos de Dios será motivo de espanto. El adversario la odia porque sabe que en ella quedó sellada su derrota definitiva; el cristiano la venera porque reconoce en ella la prenda de su victoria eterna. Abracemos, pues, la Cruz con amor reverente, para que, al manifestarse en gloria, alcemos la mirada y escuchemos la voz del Señor que dirá: «Venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34).

Por tanto, carísimos que participáis de esta solemnidad sagrada, hoy os exhorto a amar la Cruz como la amó Cristo, y a estrecharla con esperanza firme, sabiendo que, al término de nuestra peregrinación, quienes se unieron a su misterio de dolor participarán también de la resurrección gloriosa. Que la Cruz, incomprendida por el mundo, permanezca para nosotros como lámpara que ilumina, báculo que sostiene y puerta que abre la vida bienaventurada.

A Él, el Crucificado y Resucitado, al que pertenece todo poder y todo imperio, sea el honor, la gloria y la adoración por los siglos de los siglos. Amén.


Mons. + Abraham Luis Paula Ramírez

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