Homilía III Domingo de Pascua: "¿Me amas?"

06.05.2025

El Leccionario en un texto


Primera Lectura: Hechos de los Apóstoles 5,27b-32.40b-41

«Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.» (Hch 5,29)

Salmo responsorial: Salmo 29 (30), 2 y 4.5-6.11-12a y 13b

«Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.» (Sal 29,2)

Segunda lectura: Apocalipsis 5,11-14

«Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza.» (Ap 5,12)

+ Evangelio: Juan 21,1-19 (o más breve: 21,1-14)

«Es el Señor.» (Jn 21,7)



HOMILÍA PARA EL DOMINGO III DE PASCUA (C) - 2025


Introducción 

Amadísimos hermanos:
Los tonos de júbilo aún visten los altares del mundo. El blanco pascual ondea como estandarte de victoria, el Cirio encendido proclama que la tiniebla ha sido vencida, y el Aleluya resuena como eco de la tumba abierta. Todo en esta santa liturgia nos llama a alzar la mirada al Cordero sin mancha, el que, muriendo, destruyó la muerte y, resucitando, ha hecho resplandecer sobre nosotros la aurora eterna. Hoy, en este tercer Domingo de Pascua, la Iglesia —con sabia pedagogía— nos presenta la tercera aparición del Resucitado, junto al lago de Tiberíades, para que contemplemos, como en espejo, la enseñanza divina con la que Cristo se revela a los suyos… y a nosotros.

I. Cristo viene a la orilla de nuestras noches vacías

El Evangelio comienza con un gesto cotidiano: "Me voy a pescar". Pedro no hace otra cosa que volver a lo que conocía, pero sin Cristo todo conocimiento queda a oscuras. Es la noche, y en esa noche —como tantas de nuestras vidas— no se pesca nada. Es el símbolo de todas las fatigas infructuosas, de los intentos humanos sin la luz divina, del remar sin fruto en la oscuridad del mundo.

Pero al amanecer, se presenta el Señor. Este detalle no es accidental: cuando llega la luz, aparece Cristo. Porque Él es, como lo llama el Apocalipsis, la Estrella Resplandeciente de la Mañana (Ap 22,16). La noche no es la última palabra. En el cansancio, la frustración, la incomprensión o el aparente fracaso de nuestra existencia, el Señor se acerca silenciosamente a nuestra orilla. Quizá no le reconocemos de inmediato —como tampoco los discípulos—, pero Su presencia transforma todo.

Y aquí, hermanos, detengámonos un momento… imaginemos la escena: ante Pedro, que le negó tres veces; ante Tomás, que dudó... ¿Cómo se les iba a presentar el Resucitado? ¿Cómo se habla a los valientes? No. El Señor les dice simplemente: "Muchachos". En el original griego (παιδία), Paidía, "hijitos". Esa palabra encierra un océano de ternura.

No hay reproche. No hay interrogatorio. Hay una voz que acaricia, que calma, que restituye. Cristo resucitado habla como habla un Padre a sus hijos pequeños, como quien sabe que el corazón humano necesita sentir la fuerza de una voz tierna para recomenzar. Es la voz que nos re-crea por dentro, que nos devuelve el coraje sin herirnos, que nos levanta sin humillarnos. Cuando Cristo resucitado se nos acerca, no lo hace con exigencias, sino con ternura; y en esa ternura, arde el fuego de su poder divino que nos abraza y consuela.

II. "Es el Señor": la fe que ve más allá de los sentidos

Sólo después del milagro, cuando la red se llena tras obedecer su palabra, el discípulo amado exclama: "Es el Señor". El amor es más rápido que la razón; el amor reconoce lo que los ojos no ven. Pero ¡cuánto nos cuesta creer sin ver! Somos como Tomás: queremos tocar, calcular, verificar. Y, sin embargo, la fe no se sostiene en certezas empíricas, sino en el abandono confiado. Si exigimos pruebas constantes, no creemos, sólo especulamos.

Jesús desea formar discípulos que crean en su voz más que en sus ojos. Por eso en la vida cotidiana —donde muchas veces no lo sentimos—, Él nos invita a escuchar su Palabra, a lanzarnos en obediencia, y a descubrir que la red sólo se llena cuando pescamos a su derecha, es decir, desde la justicia, la verdad y el bien, símbolos de lo que es recto a los ojos de Dios.

Y en este pasaje hay un detalle bellísimo: al llegar a tierra, el fuego ya estaba encendido, y el pan y el pez preparados. Cristo ya había provisto. No necesitaba lo que traían, pero los hace partícipes. Así es la Eucaristía: el Señor nos prepara una mesa antes de que lleguemos, nos alimenta, nos transforma, no porque tenga hambre, sino porque tiene sed de nuestro amor. Es el Pelícano piadoso que se da a sí mismo para nuestra vida. Cada vez que el sacerdote repite: "Este es el Cordero de Dios...", Cristo nos pregunta: "¿Me amas?"

III. "¿Me amas?": la triple pregunta que sana nuestras negaciones

Después del almuerzo, Jesús se dirige a Pedro con la ternura del Redentor que no reprocha, sino que restaura con amor. Tres veces le pregunta: "¿Me amas?". Tres veces, como las negaciones. No hay casualidad en Dios. Cada herida debe ser sanada con su antídoto. Y lo hace desde la confianza: "Apacienta mis corderos".

Así obra el Señor con nosotros. A nuestras traiciones, responde con oportunidades nuevas. A nuestras caídas, con su mano extendida. Nos preguntamos: ¿cuántas veces hemos negado a Cristo? En los pensamientos que nos alejan de su voluntad, en las palabras que dividen, en las obras que no edifican... Y sin que lo merezcamos, Él nos espera en cada Eucaristía, cuando decimos: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa" o "Señor, no soy digno ni aun de recoger las migajas debajo de tu mesa…". Esa confesión humilde es el eco de Pedro arrepentido. Y esa confesión abre la puerta del corazón al Viviente que enciende en nosotros la llama de su vida resucitada, y nos inunda con el gozo del cielo para proclamar lo que hemos visto y oído.

IV. Obedecer a Dios antes que a los hombres: testigos en el mundo

Empero, hoy, como ayer, hay quienes prohíben hablar en nombre de Jesús. A veces no lo hacen con espadas, sino con argumentos sutiles, con burla, con desdén. Los Sanedrines modernos —la prensa ideologizada, los sistemas políticos anticristianos, las corrientes de pensamiento que relativizan todo— nos dicen: "No prediquéis en ese Nombre". Pero la respuesta de Pedro resuena hoy como un eco valiente: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres".

Y aún más grave: muchas veces nos convertimos en sanedrines unos para con otros dentro del mismo cuerpo de Cristo. Nos dividimos por formas, estilos, tradiciones, olvidando lo esencial: que Cristo murió por todos y vive para todos. El mundo ya está herido; no necesita una Iglesia que hiere, sino una Iglesia que sana con el amor. Que no levante muros, sino puentes. Que no se enrede en lo accesorio, sino que se centre en lo esencial: el Cordero que fue degollado y que vive.

Y sí, muchos de nosotros —hoy como entonces— hemos sufrido ultrajes por el Nombre de Jesús. No sólo los mártires de sangre, sino también los mártires cotidianos: los padres que educan en la fe a contracorriente, los jóvenes que eligen la pureza, los consagrados que abrazan su vocación con silenciosa fidelidad... y también esas pequeñas comunidades de adoración, ecos vivientes de las primeras, muchas veces desprovistas de templos majestuosos, donde se proclama a Cristo y se le adora con corazón indiviso, sostenidas únicamente por la fuerza de la Palabra, la Eucaristía y la comunión fraterna.

También ellas conocen la burla, la mirada de sospecha, la ausencia de ese encuentro que hace posible el entendimiento. A menudo se las ignora, como si la pureza de su fe no bastara para que Cristo se haga verdaderamente presente en medio de ellas. Se olvida así que la gloria del Resucitado no desprecia las pequeñas lámparas que arden en medio de la noche. Porque no es el esplendor exterior, sino la fidelidad amorosa lo que invoca y sostiene la presencia del Maestro vuelto a la vida entre los suyos.

En todos ellos —en estos testigos silenciosos y en estas lámparas escondidas— arde el Espíritu del Resucitado. Y por eso necesitamos —más que nunca— la fuerza que nos da Cristo y su Espíritu: una fuerza que no es humana, sino sobrenatural, y que se alimenta en los dos altares santos, el de su Palabra y el de su Cuerpo y Sangre. Es ahí donde se renueva nuestra capacidad de testimonio; ahí donde se reencuentra la valentía humilde que no nace de la carne, sino del Espíritu; es ahí donde aprendemos a latir con su mismo Corazón, cuando nuestra voluntad se une a la suya.

Conclusión

Hermanos:
Jesús nos ha preparado un banquete de gracia. Nos espera en cada Eucaristía para preguntarnos, no con voz de juez, sino con ternura divina: "¿Me amas?". Nos invita a echar las redes a su derecha, es decir, a vivir en su voluntad. Y si lo reconocemos, si le amamos, si nos alimentamos de su Cuerpo y de su Palabra, entonces sí, podremos como Pedro anunciarle sin miedo, vivir para Él, morir para Él, y cantar, ya desde ahora, con los ángeles y los ancianos del cielo:

"Al que está sentado en el trono y al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén."


Mons. + Abraham Luis Paula