IV Domingo de Pascua: "Yo soy en Buen Pastor".

11.05.2025

El Leccionario en un texto


Primera Lectura: Hechos de los Apóstoles 13,14.43-52

«Nosotros teníamos que anunciaros primero a vosotros la palabra de Dios; pero como la rechazáis… nos dirigimos ahora a los gentiles.» (Hech 13,46)

Salmo Responsorial: Salmo 99 (100),1-2.3.5

«Reconoced que el Señor es Dios: que él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño.»
(Sal 99,3)

Segunda Lectura: Apocalipsis 7,9.14b-17

«El Cordero que está en medio del trono será su Pastor, y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas.»
(Ap 7,17)

+ Evangelio: Juan 10,27-30

«Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen.» (Jn 10,27)




IV Domingo de Pascua (C) – Domingo del El Buen Pastor – 2025


Amados en Cristo:

En este Cuarto Domingo del Tiempo de Pascua, nos acercamos al corazón palpitante del Evangelio: el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas. Cristo Resucitado, el Viviente, nos habla hoy desde la claridad pura de la propia llama de este Cirio, es decir, desde la luz de su cuerpo glorificado. Esa luz no es símbolo, es realidad: es su Palabra ardiente, viva, traspasada por la gloria, que viene a iluminar la senda de sus elegidos. En esta luz no sólo se distingue su voz; se reconoce también el timbre eterno de su verdad, el calor de su amor que llama, instruye, protege y consuela. Quien se deja bañar por esta luz, aprende a discernir: a no seguir cualquier voz. Su cayado no impone; sostiene. Su vara no hiere; señala la senda. Su paso va adelante, y su mirada no se pierde en las multitudes, sino que nos reconoce uno a uno, porque nos ama desde siempre.

En el Evangelio que hoy se proclama, nuestro Señor toma una de las imágenes más entrañables y ricas de su tiempo, recurriendo a esa sabiduría cotidiana y encarnada que él mismo contempló desde su infancia en la tierra de Galilea. En aquellas colinas, no era extraño ver a un pastor con su cayado, acompañado de su rebaño, llamando por su nombre a cada oveja. No era un oficio distante ni poético; era una labor concreta, ardua, paciente y tierna. Los rebaños no se guiaban con gritos, sino con la voz familiar del pastor, dependían totalmente de su presencia vigilante, de su entrega constante. Así, nuestro Señor, con divina pedagogía, toma esta experiencia de la vida ordinaria y la eleva como vehículo de revelación eterna: Él es el Pastor verdadero, nosotros somos su rebaño. Con ello nos trasmite su amor fiel, su protección divina y la promesa de una salvación que ha pagado con Su Sangre.

La Iglesia, sabiamente, nos ofrece esta imagen sólo una vez al año, en este Domingo de Pascua, para que no se diluya su densidad, y nos invita a contemplarla con hondura y reverencia. Jesús no sólo se declara pastor, sino el Buen Pastor, es decir, el único que no huye ante el peligro, el único que no se aprovecha de las ovejas, el único que no negocia su vida por la comodidad o el reconocimiento. Lo dice con profunda firmeza: "Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás; nadie las arrebatará de mi mano" (Jn. 10, 27-30).

Y sin embargo, este don inmenso, este privilegio que ninguna criatura puede exigir, requiere de nuestra atención: somos llamados a reconocerle, a amarle y a seguirle. "Mis ovejas oyen mi voz… y me siguen". Esta palabra basta para poner claridad en medio de tantas voces y ruidos. No es suficiente con saberse parte del rebaño; es preciso discernirla, ponerla por obra. Si bien este Redil no tiene límites y mantiene las puertas abiertas; sólo aquellos que saben identificar la voz de Jesús formarán parte de esta familia que guía al cielo con Su cayado que conforta.

¿Cómo escuchar esa voz en tiempos de confusión? Cuando los ecos del mundo, con su sinfonía seductora de falsas promesas, quieren opacar la voz del Buen Pastor, resulta difícil reconocer su timbre. El relativismo religioso se ha infiltrado en los corazones, disfrazado de tolerancia, pretendiendo hacer creer que hay múltiples caminos hacia Dios, que existen otros rebaños que, no teniendo a Jesús como el buen Pastor, también pueden llegar a Dios. Esta es una trampa peligrosa, —muy peligrosa—.

Ya San Agustín, doctor de la gracia, nos previene con palabras encendidas que atraviesan los siglos como fuego que purifica: nos advierte contra la manipulación del mensaje evangélico por parte de aquellos que enseñan movidos no por el Espíritu de Cristo, sino por el espíritu del anticristo. Dice con claridad: "Que nadie afirme: 'No adoro a Cristo, pero adoro a Dios, su Padre'. Todo aquel que niega al Hijo no posee ni al Hijo ni al Padre; y quien confiesa al Hijo, posee tanto al Hijo como al Padre". Y añade, con ternura severa: "Cada uno examine su conciencia; si se descubre amante del mundo, que cambie y se haga amante de Cristo, para no convertirse en anticristo". Estas palabras, lejos de ser una amenaza, son el cayado del Buen Pastor que sacude amorosamente a sus ovejas, despertándolas del sopor espiritual para que no se precipiten por barrancos que, aunque disfrazados de verdes praderas, conducen al abismo.

No es posible —ni teológica ni espiritualmente— separar a Cristo del Dios Todopoderoso. Esa unidad esencial entre el Padre y el Hijo constituye el núcleo mismo de la fe cristiana y se torna aún más luminosa en el Evangelio que hoy nos es proclamado: "El Padre y yo somos uno" (Jn. 10, 30). Palabras que, si bien han sido piedra de escándalo para los incrédulos, son para nosotros fundamento de esperanza y certeza de redención. La Escritura y los santos nos urgen a la vigilancia: a discernir los signos de los tiempos con sabiduría, aunque los vientos del error y de la confusión soplen con furia sobre la Iglesia y el mundo. En medio de tales tormentas, la luz de Cristo resucitado no se apaga. Su gracia —esa gracia que es su misma vida compartida con nosotros— sigue brillando con potencia invencible, y es ella la que mantiene viva la esperanza en su victoria final.

El Señor, con su inmensa sabiduría, nos habla también de los falsos pastores, cuya presencia no es menor hoy que en tiempos apostólicos: "Huyen ante el lobo, porque no son suyas las ovejas, no le importan las ovejas y las abandona. Y el lobo las agarra y las dispersa" (cf. Jn. 10, 12-13). ¿Y quién es ese lobo? Todo aquel que siembra la mentira en el corazón del Evangelio; quien lo desfigura por conveniencia, lo edulcora hasta volverlo inofensivo, o lo mutila, privándolo de su fuerza salvífica. El verdadero Pastor, Cristo, no negocia la verdad. No es asalariado. No busca el aplauso del mundo ni la comodidad del consenso. Él entrega la vida —libre, voluntaria y amorosamente— porque cada oveja es preciosa a sus ojos. Aprendamos a reconocer, en estos tiempos de apariencia religiosa, los signos de los malos pastores: aquellos que visten la piel de la piedad, pero cuyas palabras y acciones desvían a las almas del Corazón de Cristo.

Ningún maestro de la Escritura, ningún sacerdote, ni siquiera ningún obispo, está exento del riesgo de errar o de ser seducido por propuestas que, aunque presentadas con barniz teológico o envoltorio pastoral, están alejadas del corazón de la misión de la Iglesia. San Pablo, con la lucidez que le da el Espíritu, nos habla de hombres cuya mente está "cauterizada" (1 Tim 4,2), es decir, insensibilizada, endurecida, incapaz de escuchar la voz del Buen Pastor. Para no caer nosotros en semejante ceguera, hemos de regresar sin cesar a las fuentes purísimas de la Revelación: la Palabra viva de Dios, interpretada en la Tradición santa de la Iglesia. Y hemos de rendirnos, en acto humilde y gozoso, al señorío de Jesucristo, único Pastor, único Mediador, única Verdad. Solo así evitaremos ser arrastrados por las voces de los "anticristos", que no son siempre enemigos declarados, sino muchas veces disfrazados de buenos consejeros, pero cuya doctrina se opone —de forma abierta o sutil— a Cristo y a su misión redentora.

Esto es crucial, porque el Buen Pastor no desea perder a ninguno. Su voluntad es que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (cf. 1 Tim 2,4). Él ha dado su vida por todos, sin excepción: por justos y pecadores, por los cercanos y por los que aún están lejos. En su Corazón no hay exclusión, pero sí hay libertad. Y si alguno queda fuera del redil, no es porque el Pastor lo haya rechazado, sino porque él mismo, en uso de su libertad, ha elegido no escuchar, ha cerrado su oído a la Voz que llama, ha endurecido su corazón a la Palabra que vivifica. Quien se autoexcluye no es víctima de un Dios severo, sino de su propio rechazo a la Verdad. Por eso, no hay mayor tragedia que un alma que, habiendo sido buscada, amada y redimida por Cristo, rehúse dejarse encontrar, amar y salvar.

La Primera Lectura, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 13), nos sitúa ante drama profundo y doloroso: el rechazo de muchos miembros del pueblo de Israel, el pueblo de la Alianza, destinatario primero de las promesas, al mensaje de salvación traído por Cristo y anunciado por sus apóstoles. "La palabra de Dios debía ser predicada primero a ustedes. Pero como la rechazan y no se juzgan dignos de la vida eterna, nos dirigiremos a los paganos" (Hch 13,46).

Es decir, aquel pueblo que había recibido en primer lugar las promesas, los signos, los profetas y la Ley, terminó —por dureza de corazón— rechazando al Mesías esperado. Y, sin embargo, la misericordia de Dios no se detiene ante los rechazos humanos. Como ríos que buscan nuevos cauces, así la gracia desbordante del Buen Pastor se dirigió entonces hacia los gentiles, hacia nosotros, los que no pertenecíamos al redil de Israel, pero que también fuimos buscados, llamados y rescatados por su amor. ¡Qué consuelo inmenso encierra esta verdad! Que aunque muchos hayan cerrado la puerta de la fe, el Pastor no se cansa de buscar nuevas ovejas; y aunque no éramos del redil, Él no nos olvidó. Su promesa alcanza a todas las generaciones, y su voz sigue resonando en las almas dispuestas a escucharla.

Por eso, cuando Pablo y Bernabé evocan aquella profecía de Isaías —"Te he puesto como luz de los paganos, para que lleves la salvación hasta los confines de la tierra"— no están haciendo poesía, sino proclamando el cumplimiento de una misión que llega hasta nosotros. La luz del Pastor ha cruzado continentes, ha atravesado siglos, ha penetrado prisiones, desiertos y palacios; y hoy nos encuentra a nosotros, herederos de una gracia que debemos custodiar y transmitir. No somos sólo receptores del Evangelio, somos también sus portadores. El Redil se fortalece en la medida en que cada oveja se convierte en eco de la voz del Pastor, y no sólo en oyente pasivo.

La llamada, entonces, es universal, pero también urgente. Porque no sólo se trata de llevar la Palabra a quienes no la han oído, sino de reavivar en nosotros el fuego de la fe, tantas veces amenazado por la tibieza o el olvido. A veces nos hemos acostumbrado tanto al lenguaje del Evangelio, que ya no nos sacude ni nos transforma. Y sin embargo, el Buen Pastor sigue hablándonos, sigue buscándonos cuando nos perdemos en senderos de autosuficiencia, o cuando la costumbre se vuelve rutina. El peligro no es sólo la ausencia de fe en el mundo, sino su apagamiento en el corazón de los creyentes.

Hermanos, todos hemos sido creados a imagen y semejanza del Creador, y ello confiere una dignidad inviolable a cada ser humano. Pero hay una diferencia sutil y decisiva entre ser criatura de Dios y ser hijo suyo. Sólo a través de Cristo, el Hijo eterno, podemos recibir el Espíritu de adopción que nos hace verdaderamente hijos. Y esa filiación no se adquiere por buenas intenciones ni por obras humanas, sino por la fe viva y la comunión con Cristo resucitado. Por eso, la evangelización no es un acto de conquista cultural, sino una obra de caridad sobrenatural: queremos que todos lleguen a ser hijos, porque sabemos cuán grande es el don de pertenecer al rebaño del Pastor divino.

Así lo proclama San Juan en su Evangelio: "A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios" (Jn. 1, 12). Esta es la meta de toda predicación y de toda misión. Y es también la medida con la que debemos examinar nuestra vida cristiana: ¿vivimos como hijos? ¿Confiamos como ovejas que saben que el Pastor cuida de ellas, incluso en medio de la oscuridad y del valle de sombra?

La visión del Apocalipsis (7,9.14b-17) nos muestra la meta: una multitud incontable, de toda nación, lengua y pueblo, revestidos con túnicas blancas, lavadas en la sangre del Cordero. No es una imagen lejana o simbólica: es la revelación de nuestro destino último, de esa comunión eterna a la que hemos sido llamados. Nadie quedará excluido por su origen, por su lengua o por su historia; sólo quedarán fuera los que no deseen entrar, los que rechacen la voz del Pastor, los que prefieran las sombras a la luz. Pero a todos —¡a todos!— se les ha abierto el camino, y la Puerta permanece abierta.

Por eso, amados hermanos, no nos conformemos con ser "personas buenas". No reduzcamos el Evangelio a una ética filantrópica. No diluyamos el cristianismo en un espiritualismo sin cruz. Cristo no vino para formar "comunidades de valores", sino para edificar el Reino de Dios, donde Él es Señor, donde su Sangre redime y su Palabra salva. No basta con tener "buenas obras", si éstas no brotan de la gracia. No basta con creer "algo", si no es a Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, muerto y resucitado por nosotros. Como afirma San Pablo: "Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo" (Rm. 10, 9). Esa es la verdad que salva, la fe que justifica, el grito del alma redimida.

Cristo es nuestro Pastor, no en figura poética ni como consuelo simbólico, sino en verdad viva y eterna: el Pastor que da la vida por sus ovejas y que, resucitado, abre ante nosotros el sendero hacia la Vida que no muere. Su voz resuena en el corazón del que le ama, y obedecerle no es rito ni emoción pasajera, sino entrega diaria, fidelidad ardiente, comunión profunda. Si le seguimos, hallamos la Vida; si le rechazamos, nos extraviamos en la sombra. Por eso, los que hemos oído su voz estamos llamados a buscar a los que la han perdido, a los que yacen heridos, dispersos, olvidados. Que no nos venza la vergüenza ni el miedo: ¡Cristo vive!, y su cayado guía aún a través de las tinieblas. Cuando termine nuestra peregrinación, y nuestras vestiduras hayan sido blanqueadas en la Sangre del Cordero, entraremos —como ovejas que vuelven al redil eterno— en la dicha sin ocaso, donde no habrá ya hambre, ni sed, ni llanto, sino el fulgor del Amor que todo lo llena, a la luz inextinguible del Cirio glorioso: ¡Cristo resucitado, Pastor y Esposo, Vida y Reino!

¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya!


Mons. + Abraham Luis Paula