“La Aurora del Cuerpo Glorioso”

01.06.2025

El Leccionario en un texto

Primera Lectura: Hechos de los Apóstoles 1, 1-11

"Dicho esto, lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista." (Hch 1,9)

Salmo: Salmo 46 (R. Dios asciende entre aclamaciones)

"Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas." (Sal 46,6)

Segunda Lectura: Carta a los Hebreos 9, 24-28; 10, 19-23

"Cristo ha entrado en el cielo mismo, para presentarse ahora ante el rostro de Dios en favor nuestro." (Hb 9,24)

+ Evangelio: Lucas 24, 46-53

"Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo." (Lc 24,51)



Pregón Homilético para la Solemnidad de la Ascensión del Señor (Ciclo C - 2025)


¡Exulta, Iglesia de Cristo!
¡Regocíjate, Esposa del Cordero!
Hoy se eleva el Señor de la Gloria,
cuya soberanía trasciende los límites del espacio y colma la hondura de los corazones.
Aquel que descendiera hasta los abismos de la muerte,
se alza al fulgor inaccesible de la diestra del Padre,
y desde allí sostiene los hilos de la historia con ternura redentora.
En su ascenso, el Hombre-Dios introduce la carne transfigurada
en el santuario eterno,
sellando con su propia humanidad la alianza definitiva entre el Cielo y la Tierra.

Amados hijos de Dios:
Desde el monte bendito, Cristo, el Primogénito de entre los muertos,
alza sus manos traspasadas por amor,
y en ese gesto sacerdotal nos entrega la herencia del Espíritu.

La Ascensión se manifiesta como el clímax ardiente del misterio pascual.
Es la consagración de su Sacerdocio eterno,
el ingreso glorioso del Verbo encarnado en la intimidad trinitaria,
el momento en que la carne humana es coronada
y colocada para siempre junto al Corazón del Padre.

Cristo asciende revestido de gloria,
portando en su humanidad las huellas del amor crucificado,
cuerpo nacido de la Virgen, transfigurado por la Pascua.

"Lo vieron levantarse" —nos refiere San Lucas—,
y una nube, signo de la gloria eterna,
lo ocultó a la mirada exterior,
mientras el alma contemplativa comenzaba a intuir su Presencia en lo secreto.

Aquella nube que lo envolvió no actuó como un velo que ocultara su gloria,                                                            sino como un umbral resplandeciente que abría el acceso al misterio.                                                                    Fue signo de consagración, revelación silenciosa que conducía la mirada                                                                hacia lo invisible y encendía en el alma el deseo de lo eterno.

San Agustín proclama con audaz ternura:
"La Ascensión de Cristo es nuestra elevación;
allí ha subido la Cabeza, para que también suba el Cuerpo".

San León Magno declara:
"La fe se robusteció con la partida visible del Señor,
porque lo que se contemplaba con los ojos del cuerpo,
ahora se abraza con el resplandor de un corazón encendido".

Dios se hizo polvo para redimir nuestro barro;
y ese polvo, elevado y glorificado,
resplandece ahora en el santuario eterno.
El Hijo de David, humilde entre los humildes,
ha sido entronizado como Señor de todo cuanto existe,
y su dominio abarca lo visible y lo invisible.

El Señor glorificado permanece de un modo nuevo y pleno.
Su promesa encendida habita entre los suyos como llama vigilante.

"Quedaos en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto".
En estas palabras, la Iglesia es invitada a recogerse en el silencio sagrado donde todo germina.
En aquel cenáculo, fecundado por la oración perseverante,
María, la Virgen santa, preside la espera como Madre de la promesa cumplida y del alba que se avecina.

La Ascensión inaugura un nuevo tiempo sacramental:
el de la Iglesia como espacio visible del Invisible,
como cáliz donde se vierte el fuego del Altísimo.

El Resucitado unge a su Esposa con el fuego de lo alto,
la configura como templo del Verbo,
la enciende como luminaria para las naciones.

La nostalgia deja paso al impulso del Enviado.
La ausencia visible cede su lugar a la inhabitación secreta.
La Iglesia no queda suspendida en la memoria,
sino que avanza como aurora, con paso firme hacia la plenitud prometida.

¡Oh misterio insondable que maravilla al alma fiel!
La carne redimida, marcada por la obediencia del Hijo,
es acogida en el íntimo abrazo del Amor trino.

La fragilidad humana, por la Gracia,
es conducida más allá de los círculos angélicos,
y entronizada en el centro de la gloria.

Dice Hebreos:
"Cristo ha entrado en el cielo mismo,
para presentarse ahora ante el rostro de Dios en favor nuestro".

He aquí la esperanza del pobre,
la dignidad del que llora en lo secreto,
la certeza del que ama sin aplausos ni nombre.

El mismo que subió bendiciendo se revelará en la plenitud de su gloria:
no con el semblante severo del tribunal,
sino con el rostro desbordante del Amado que regresa por su Esposa.

Mientras tanto, su Presencia silenciosa fecunda la historia:
enciende la Palabra proclamada,
santifica el Pan que nutre,
suscita la caridad activa,
y convierte cada la liturgia en pórtico de eternidad.

Hermanos amadísimos,
cuando la pesadumbre terrena quiera abatir el corazón,
alzad los ojos del alma.
Allí donde está Cristo, allí está también nuestro hogar.

San Gregorio Nacianceno exhorta:
"Subamos con Él en nuestro corazón, y dejemos la tierra por los cielos".

Cada Eucaristía se abre como fisura de lo eterno,
el altar es monte de gloria,
donde el Pan partido eleva al alma hacia el Amado.

El Cristo glorioso se ofrece como Esposo fiel,
unido a la asamblea de los redimidos,
y sella con su Cuerpo la esperanza del mundo nuevo.

Y en ese banquete sagrado,
los que confiesan a Jesús como Señor,
reunidos en diversidad de lenguas y naciones,
entonan un mismo himno al Cordero que vive.

Misteriosa y real unidad,
más fuerte que las grietas de la historia,
más alta que toda doctrina de separación.

Silencien los recelos, acállen las divisiones:
Cristo, el Omega, consumación de todas las cosas,
es Señor de los vivos y de los que duermen,
Juez manso y Soberano justo.
En Él convergen los anhelos de los pueblos,
y su Reino es abrazo sin fronteras.

¡Oh Iglesia santa, contempla hoy a tu Esposo elevado en majestad!
Exulta con himnos nuevos,
perfuma con tu fe la espera gloriosa.

Sigue caminando, peregrina de luz,
con la mirada fija en el Rostro que vendrá.
Porque Aquel que fue elevado en gloria,
aparecerá en la consumación de los siglos.

Y entonces,
nuestras miradas se abrasarán en su fulgor,
nuestras carnes serán transfiguradas,
y nuestros cantos se fundirán con los del cielo:

"Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas".

A Él, la alabanza perenne,
a quien reina desde el principio sin ocaso,
a quien intercede con entrañas de misericordia,
a quien vendrá como Amante resplandeciente:

Cristo Jesús, Alfa y Omega, Rey inmortal,
Pastor eterno y Esposo de la Iglesia sin mancha.
Amén.


+ Mons. Abraham Luis Paula