"Paz a vosotros"

27.04.2025

El Leccionario en un texto


Primera Lectura: Hechos de los Apóstoles (Hch 5, 12-16)

"Los creyentes se reunían todos por igual en el pórtico de Salomón." (Hch 5,12b)

Salmo Responsorial: Salmo 117(118)

"Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo." (Sal 117,24)

Segunda Lectura: Apocalipsis (Ap 1, 9-11a.12-13.17-19)

"No temas: Yo soy el primero y el último. Yo soy el que vive. Estuve muerto y ahora estoy vivo por los siglos de los siglos." (Ap 1,17b-18a)

Evangelio según san Juan (Jn 20,19-31)

"Se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: 'Paz a vosotros.'" (Jn 20,19)



Homilía para el II Domingo de Pascua (Domingo de la Divina Misericordia) - 2025


Introducción

En este sagrado día en que la Iglesia celebra la octava de Pascua, resuena nuevamente entre nosotros el anuncio gozoso de la Resurrección. Las sombras de la muerte han sido vencidas, y Cristo, el Viviente, se presenta en medio de los suyos.

No celebramos un recuerdo lejano, sino una Presencia viva, misteriosa y real: Cristo glorioso camina en medio de su Pueblo. Hoy, como aquel primer día de la nueva creación, Jesús se aparece en nuestras asambleas, traspasando las puertas cerradas de nuestros miedos, de nuestras dudas, de nuestras soledades, y nos dice:
"Paz a vosotros."

Dejemos, pues, que el Espíritu Santo abra nuestros corazones para que, en esta Pascua que recién iniciamos, podamos contemplar, adorar y vivir los frutos del Señor Resucitado: la alegría comunitaria, la fe renovada y la paz que vence todo temor.

La luz del Cirio Pascual brilla majestuosa, en él inscritos el Alfa y el Omega y el número de esta Pascua del año del Señor 2025. Esto es un recordatorio de que en el hoy de nuestra vida irrumpe la juventud eterna de Cristo, la Luz del mundo y de todo lo creado, lo visible, lo invisible y lo potencialmente creable. En este aquí y este ahora, la gracia de Dios es una realidad que podemos alcanzar si nos acercamos a Él con expectación. Los cinco granos de incienso hablan de sus santas llagas gloriosas, esas que nos protegen y nos guardan de todo peligro. Hoy ponemos especialmente la atención en la llaga de su costado, de la cual emana el sacramento vivo de la Iglesia.

1. La Alegría Comunitaria, signo del Resucitado

"Paz a vosotros" —dice el Señor.

No es una paz frágil como la del mundo, sino la paz que brota del costado traspasado, del corazón abierto, de la fuente inagotable de la misericordia divina. Al escuchar estas palabras, los discípulos se llenan de alegría al ver al Señor. No es la alegría pasajera de un éxito terrenal; es el gozo que brota de saber que la muerte ha sido vencida y que la Vida nueva es una realidad latente para todos aquellos que perseveran en el Señor.

La liturgia subraya que la Pascua no es un instante, sino un estado: la Iglesia vive continuamente sumergida en la presencia del Viviente, una Pascua permanente donde el Resucitado convoca, reúne y santifica.

La alegría pascual no se encierra en el corazón de cada uno, sino que estalla en la comunidad. Es un don compartido, un río que sólo fluye cuando brota desde los hermanos congregados. Como en aquellos días primeros, cuando "todos se reunían con un mismo espíritu en el pórtico de Salomón" y "los fieles eran un solo corazón y una sola alma", así también nosotros estamos llamados a ser sacramento de la alegría pascual: testigos de que Cristo está vivo, y su presencia transforma nuestras tristezas en canto.

Los Hechos de los Apóstoles nos muestran cómo esa presencia viva del Resucitado continúa obrando signos y prodigios a través de las manos de sus apóstoles. Con la sombra de Pedro los enfermos sanaban. Es la sombra de quien ha sido tocado por la luz. Es la irradiación de la vida nueva que el Espíritu insufló la tarde de aquel primer día de la semana.

Ustedes pueden decir: yo quiero eso para mí, ¿es posible?
Lo es. Cristo mismo dijo: "Les aseguro que el que confía en mí hará lo mismo que yo hago. Y, como yo voy a donde está mi Padre, ustedes harán cosas todavía mayores de las que yo he hecho" (Juan 14,12). No es con nuestras fuerzas, es con el poder de Dios que recibimos en la comunión de los creyentes alrededor del Señor resucitado.

Hoy la Iglesia entera es ese pórtico de Salomón, abierto a todos los pueblos, donde los signos de la fe verdadera siguen sanando, perdonando, restaurando. ¿No le dijo a Marta frente a la tumba de Lázaro: "¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?" (Juan 11,40)? Es necesario creer. Pero, ¿qué pasa hoy con nosotros, los cristianos de estos tiempos, que parece que la fe ha quedado en la esfera intelectual, una fe temerosa que no contagia ni llega a la acción?

Con el salmo cantamos: "Es eterna su misericordia." Creámoslo, en esta Pascua, en este aquí y este ahora nuestro. Si apostamos por Cristo y actuamos en su nombre, podremos ver las señales de victoria en nuestras vidas y en las vidas de aquellos a los que alcance nuestra oración, nuestro servicio, nuestra entrega gozosa y nuestro amor.
¡Aleluya!

2. La Fe Renovada, nacida de la Comunión

Cierto es que mantener esta efusión del gozo pascual cuesta.
Tomás, el apóstol ausente, nos representa a todos. Notémoslo: la distancia con el Señor nos sofoca; fortalece nuestras dudas, nuestra necesidad de signos. Tomás se resiste a creer en lo que no puede palpar, porque ha perdido la experiencia viva de la comunidad. Le basta una ausencia para quedar fuera del torrente de gracia que el Resucitado irradia sobre todos los que permanecen en Él.

Pero el Señor, que es la Misericordia hecha carne, no abandona a quien busca la verdad. La duda de Tomás, lejos de ser simple incredulidad, se revela como el umbral sagrado de un viaje más profundo hacia la fe: no una negación, sino una sed de verdad que lo conduce a un encuentro íntimo con el Resucitado. Jesús no reprocha su búsqueda, sino que, amorosamente, le ofrece sus llagas como un ancla tangible para su alma vacilante, mostrándonos que la fe no es un don estático, sino un sendero vivo de preguntas, de toques temblorosos, de experiencias que rasgan el velo de lo visible para asomarnos al misterio.

¡Oh, sublime misericordia!
A Tomás se le concede tocar la carne glorificada de Cristo para que nosotros, siglos después, podamos tocarla por la fe.

Porque no sólo fue curada la incredulidad de un discípulo, sino que la nuestra también fue abrazada en aquel gesto.

Como canta San Gregorio Magno: "La incredulidad de Tomás ha servido más a nuestra fe que la fe de los demás discípulos, porque, al tocar, se nos ha enseñado a creer." Así, en la herida luminosa de Cristo, Tomás halla no sólo certeza, sino la plenitud del Amor que, paciente, nos invita a caminar entre dudas y manifestaciones hacia la verdad eterna.

La fe, entonces, se revela como un regalo y un llamado: una danza entre la búsqueda y el encuentro, entre el anhelo humano y la ternura divina que siempre nos espera con las puertas del corazón abiertas.

También nosotros, en medio de nuestras incertidumbres y anhelos, somos invitados a tocar las huellas vivas de Cristo en nuestro mundo: en los pobres, en los heridos, en los signos humildes de su amor. Nuestra fe crece no al negar nuestras dudas, sino al llevarlas ante Él, dejando que su misericordia transforme nuestras preguntas en adoración.

Caminar en la fe es abrazar el misterio con confianza, sabiendo que quien busca sinceramente, halla.

Bendito sea el Dios que se deja tocar por las manos temblorosas de nuestra duda.
Pero no olvidemos, hermanos: nuestra fe no es un asunto privado. Es comunión, es Cuerpo místico. Creemos porque otros creyeron antes que nosotros, y su testimonio nos ha alcanzado como un eco de la voz del Señor.

En cada Eucaristía, en cada asamblea orante, Cristo resucitado viene y sopla sobre nosotros su Espíritu. Allí nos fortalece en la fe, allí nos renueva en su amor.

3. La nueva creación de reyes y sacerdotes

Pero observad bien, hermanos:

Cristo, aún resucitado, lleva las llagas de su Pasión.
Las heridas no son borradas por la gloria: son transfiguradas. El Cordero inmolado permanece Cordero, incluso sobre el trono celestial, como ve San Juan en el Apocalipsis.

Y así se presenta, ocho días después, en medio del temor y el encierro que embargaban a los discípulos tras la Pasión: Jesús Resucitado irrumpe gloriosamente para concederles la paz verdadera, la que brota de su triunfo definitivo sobre el pecado y la muerte.

Mostrándoles las heridas gloriosas de su Pasión, Jesús revela el testimonio perpetuo de su amor invencible y, en un gesto cargado de resonancia divina, sopla sobre ellos el Espíritu Santo, infundiéndoles vida nueva y fundando el ministerio apostólico: el nuevo pueblo de reyes y sacerdotes, la nación santa que ha tomado para Sí en su Padre.

Este soplo divino evoca el primer aliento que Dios insufló en Adán al crear al hombre; ahora, Cristo, como el nuevo Adán, recrea a los suyos para la vida en el Espíritu. Así, lo antiguo queda atrás: surge una nueva humanidad, regenerada por la gracia y llamada a vivir en la plenitud de la luz y de la vida eterna.

Lo perdido en el Edén es restaurado en el Resucitado, y en esta nueva creación se inaugura el Reino que no tendrá fin, donde los hombres son hechos partícipes del don vivificante del Espíritu y de la filiación divina.

En este momento de la resurrección, el sacerdocio instituido en la Última Cena alcanza su plenitud: los apóstoles, fortalecidos por el Espíritu, reciben el poder sublime de perdonar y retener pecados, de atar y desatar en el nombre de Cristo.

Así consagrados, son enviados como los primeros pastores y obispos de la Iglesia, ministros de la verdad y de la gracia, destinados a guiar a la humanidad hacia la salvación. La luz de Pentecostés sellará para siempre esta misión apostólica que atañe a todo bautizado, destinada a llevar el Evangelio hasta los confines del mundo.

Conclusión

¡Hermanos, basta ya de contemplar desde lejos la gloria del Resucitado!
Hoy somos convocados a adentrarnos en la escena, a convertirnos en protagonistas vivos de la Pascua, signos vivientes del Resucitado en medio de un mundo aún cerrado por el miedo, aún herido por la duda, aún hambriento de esperanza.

Hoy, en esta Eucaristía santa, el Señor mismo se hace presente y nos mira a los ojos, pronunciando de nuevo su palabra eterna:
"Paz a vosotros."

¡No endurezcamos el corazón!
Acerquémonos con la fe humilde de Tomás, postrándonos ante Él y exclamando desde lo más profundo del alma:
"¡Señor mío y Dios mío!"

Dejemos que su luz penetre nuestras heridas, que su misericordia nos renueve, que su Espíritu nos abrase.

Así, inflamados por el amor del Resucitado, seremos testigos vivos de su gloria, centinelas de su Reino, antorchas encendidas que iluminan la noche del mundo. Y mientras peregrinamos en la fe, aguardando el día glorioso de su manifestación, viviremos como reflejo de su belleza inmortal, hasta que, al fin, contemplemos cara a cara a Aquel que ahora amamos sin haber visto.

¡A Él la gloria por los siglos de los siglos!
Amén.


Mons. + Abraham Luis Paula Ramírez