“Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” – Homilía de Mons. Abraham Luis Paula Ramírez para San Pedro y San Pablo (C)

29.06.2025
Pedro y Pablo: dos voces, una fe, una Iglesia que camina hacia el Reino.

El Leccionario en un texto

Primera Lectura: Hechos de los Apóstoles 12, 1-11
«El Señor envió su ángel y me libró de las manos de Herodes» (Hch 12,11).

Salmo: Salmo 33
«El Señor me libró de todas mis ansias» (Sal 33,5).

Segunda Lectura: 2 Timoteo 4, 6-8.17-18
«El Señor me librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su Reino celestial» (2 Tim 4,18).

Evangelio: Mateo 16, 13-19
«Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18).


Homilía


Amados hermanos en Cristo:

En esta jornada santa, la Iglesia se viste de júbilo y eleva su canto con alegría pascual. Celebramos la solemnidad luminosa de los santos apóstoles Pedro y Pablo, columnas de la fe que sostienen la Iglesia con su enseñanza, piedras vivas del templo eterno, testigos marcados por el fuego del Evangelio y sellados con la sangre del testimonio fiel.

La liturgia de hoy nos convoca a contemplar el misterio apostólico en su plenitud: en Pedro y Pablo se revela la gracia de Cristo que edifica su Iglesia, la sabiduría del Padre que la sostiene, y el poder del Espíritu que la envía hasta los confines de la tierra. Ellos fueron elegidos, transformados y consagrados para anunciar la salvación y abrir las puertas del Reino a todas las naciones.

En esta solemnidad celebramos también la manifestación visible de la Iglesia de Cristo, nacida del costado traspasado del Salvador y sostenida por la confesión viva de sus apóstoles. Jesucristo, Pastor eterno, reunió en torno a sí un pequeño rebaño, y en él comenzó a germinar el misterio de la nueva creación. En su sabiduría quiso otorgar al Pueblo Santo una estructura viva, tejida con nombres y rostros, en la que resplandeciera la unidad de la fe y la continuidad apostólica hasta el final de los tiempos.

Pedro y Pablo, cada uno con su historia, encarnan esa arquitectura divina. Pedro, elegido para afirmar a sus hermanos en la fe; Pablo, enviado a sembrar la Palabra entre los pueblos. En ellos se revela la ternura del Señor que llama, la fidelidad del que unge y la fuerza de Aquel que sostiene hasta el martirio.

No obstante, el camino apostólico se despliega en la ofrenda. Desde sus albores, la vida de la Iglesia ha estado marcada por la contradicción, el conflicto y la cruz. Así lo atestigua la primera lectura: "El rey Herodes decidió arrestar a algunos miembros de la Iglesia… hizo pasar a cuchillo a Santiago… y detuvo también a Pedro" (cf. Hch 12,1-3). El que ha recibido la Palabra se vuelve, por su sola presencia, una provocación para el mundo. Y aquel a quien se ha confiado la misión de guiar el rebaño, porta en su cuerpo las señales del Cordero entregado.

Pedro se encuentra en la cárcel. Encadenado, rodeado de soldados, custodiado por la noche del poder humano. Y en ese mismo instante, la Iglesia —cuerpo vivo de Cristo, ejército orante que combate con armas invisibles— despliega el método divino que alcanza donde las manos humanas no llegan. La comunidad entra en combate espiritual por medio de la súplica: acompaña, protege, intercede. Así lo proclama el texto sagrado: "la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él" (Hch 12,5).

Aquella plegaria no se disuelve en el vacío: atraviesa los muros de piedra, desciende como rocío silencioso sobre el alma afligida, y prepara el milagro que está por acontecer.

En medio de la oscuridad, resplandece el ángel del Señor. El mensajero toca a Pedro en el costado, lo despierta con un mandato: "Date prisa, levántate" (Hch 12,7). Las cadenas caen, las puertas se abren, la luz penetra la celda. La escena tiene un resplandor pascual: allí donde todo parecía cerrado, se manifiesta el poder de Dios que libera, sostiene y envía.

El ángel no actúa solo: pide colaboración. "Ponte el cinturón… envuélvete en el manto… sígueme" (cf. Hch 12,8). Cada gesto resuena con un sentido espiritual profundo. El cinturón sugiere la vigilancia del corazón, la prontitud del que se sabe llamado. El manto evoca la dignidad restituida, el abrigo de la gracia que reviste al redimido y lo dispone para el encuentro. Así lo leyeron los Padres: como la túnica del nuevo Adán, como la sombra del Altísimo que resguarda al que camina en su presencia, como el signo de una misericordia que no deja herida al descubierto. El seguimiento, entonces, se da cuando el alma, tocada por la llamada, se deja envolver y guiar.

Este relato es figura viva del camino eclesial. La Iglesia camina a través de prisiones, persecuciones y puertas cerradas, y en cada tramo aparece la huella de Aquel que guía sin ser visto. El ángel enviado por Dios representa también a quienes, en medio de las pruebas, traen consuelo, luz, palabra oportuna, estímulo para continuar. Son presencias discretas del Amor que no abandona.

Pedro, al salir de la prisión, exclama: "Ahora sé realmente que el Señor ha enviado a su ángel para librarme" (Hch 12,11). En esta confesión se revela una certeza que cada cristiano puede hacer suya. El Señor, que actúa en la historia y no desde la distancia, es el Pastor que conoce a sus ovejas, que las llama por su nombre y las libra del poder del mal.

Cuando el Señor libera, brota de lo hondo un canto que no puede silenciarse. La alabanza se convierte en morada de gratitud, en lenguaje que nace de lo más íntimo y se eleva como incienso. Así lo proclama el salmista con palabras que vienen de la noche atravesada: "Yo consulté al Señor y me respondió, me libró de todas mis ansias" (Sal 33,5). Es la voz de aquel que ha sido tocado por la luz tras haber caminado entre sombras.

Este canto brota en el pecho del que ha alcanzado de Dios la respuesta, cuyo corazón ha sido sostenido, y porque ha perseverado en la justicia ha hallado refugio en medio del combate. "El ángel del Señor acampa en torno a quienes lo temen y los protege" (Sal 33,8). Estas palabras nacen de una experiencia viva, madura en el crisol del sufrimiento, nutrida por la fidelidad divina que se manifiesta en medio de la aflicción. Cada versículo es testimonio del amor que consuela como bálsamo de lo alto y fortalece en medio del combate.

Contemplar al Señor, y quedar radiante; invocar su nombre, y ser escuchado; gustar su bondad, y hallar descanso: tal es la bienaventuranza del creyente que se acoge a Él. Cuando la historia se oscurece y el mundo levanta su clamor, su alma descansa en la paz que desciende del Altísimo.

Este mismo cántico resuena en la voz de san Pablo, cuando ya siente cercana la hora de su ofrenda: "He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe" (2 Tim 4,7). No hay lamento en sus palabras. Se escuchan con la serenidad que refleja haber vivido en Cristo y para Cristo, con la firmeza que imprime su corazón que, aunque probado por las vicisitudes y los sin sabores de la vida, permanece encendido.

La esperanza lo sostiene hasta el final: "El Señor me librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su Reino celestial" (2 Tim 4,18). Así habla porque ha conocido la luz del Resucitado, se ha dejado abrazar por Su misericordia y habiéndose constituido testigo y mensajero del Evangelio, confía en que el Dios que lo llamó cumplirá su promesa, porque es fiel.

Y en esta esperanza se reconoce todo creyente que ha sido llamado. Aun en medio de las tribulaciones, la certeza permanece: hay una corona preparada para los que aguardan la manifestación del Señor. Esa corona es don perfecto, reflejo de un amor fiel, plenitud de una alianza sellada desde el bautismo. En ella brilla la amistad consumada, la elección cumplida, la filiación llevada a plenitud. La meta es el Reino. El camino, la perseverancia en Cristo.

Acerquémonos ahora a la región de Cesarea de Filipo, lejos de los centros religiosos de Jerusalén. Jesús dirige allí a sus discípulos una pregunta que resuena como una llamada interior: "¿Quién decís que soy yo?" (Mt 16,15). ¿Sería una simple curiosidad del Maestro? Bien sabemos que no. Más bien, buscaba tocar lo que sus corazones guardaban en lo secreto. Él mismo nos había enseñado: "de la abundancia del corazón habla la boca" (Lc 6,45). Porque toda misión comienza con una revelación, y toda revelación desemboca en una confesión.

Simón, hijo de Jonás, alza la voz con palabras que no nacen de la carne ni de su propia inteligencia: "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo" (Mt 16,16). En esta confesión brota el núcleo del misterio cristiano. Pedro no teoriza; proclama. Y en su proclamación vibra la fe de la Iglesia entera, aún en estado germinal. Allí comienza a alzarse el edificio invisible que será el Cuerpo de Cristo en el tiempo.

Jesús responde con una palabra de bendición que encierra un anuncio nuevo y revelador: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16,18). La expresión resplandece con fuerza fundacional: luminosa, solemne, definitiva. El Verbo eterno, que hizo brotar la luz en medio de las tinieblas, pronuncia ahora el nombre nuevo del pescador transformado: Petros, piedra viva y fundamento visible del testimonio que proclama al Hijo. Esta palabra ha sido acogida con veneración por la tradición cristiana, que ha contemplado en Pedro al primero de los apóstoles en reconocer con el corazón al Mesías, y al testigo llamado a confirmar en la fe a sus hermanos en la comunión del único rebaño. Y es Cristo —fuente y pastor— quien da nacimiento a su Iglesia desde su costado abierto, la edifica sobre la roca de la fe revelada y la conduce, por la fuerza del Espíritu, a través de los siglos; Él mismo hace partícipe a Pedro de su misión, y en él, a sus compañeros del ministerio apostólico.

"Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella" (Mt 16,18). Las tinieblas rugen, las estructuras del mal se alzan, pero la Esposa del Cordero permanece sellada con la promesa de victoria. El adversario intenta desgarrar, dividir, sembrar confusión; mas la gracia sostiene, congrega y da luz. Allí donde el mundo percibe fragilidad, el misterio de Cristo resplandece como fuerza invencible.

"Te daré las llaves del Reino de los cielos" (Mt 16,19). En el mundo antiguo, quien poseía las llaves de una ciudad era guardián de su acceso y custodio de su paz. Las llaves eran figura de confianza recibida, de vigilancia atenta, de servicio responsable. Con este gesto, el Señor manifiesta el poder que confía a su Iglesia: un poder que abre los umbrales de la reconciliación, de la gracia que cura, del perdón que restaura. Son instrumento de misericordia y libertad plena, signo de una autoridad que custodia la comunión, discierne con sabiduría y abre siempre caminos de reconciliación.

Esta imagen de las llaves remite también a aquella otra escena del Evangelio de san Juan, cuando el Señor resucitado sopla sobre los discípulos reunidos y les dice: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados" (Jn 20,22-23). En ese soplo, que lleva consigo el aliento mismo del Resucitado, la Iglesia nace como morada del Espíritu y se configura como espacio visible del Reino que viene.

Pedro, al confesar la fe que redime a todos los hombres, representa a toda la comunidad creyente. Su voz recoge el eco de los corazones iluminados por la revelación. En su palabra se expresa la Iglesia que reconoce a Cristo como el Hijo del Dios vivo y piedra angular del templo espiritual. En su nombre se anticipa la alabanza de todos los que creen, la fidelidad de todos los que esperan.

A lo largo de los siglos, este episodio ha sido contemplado y meditado como un signo de referencia y comunión entre las Iglesias que conformaron la antigua Pentarquía. Y así, desde Pedro, los apóstoles, edificados sobre su testimonio y unidos en una misma fe, confiesan a Cristo como la fuente, la roca viva y la base de su Iglesia. Ellos, piedras vivas sobre el fundamento de la fe, sustentan el anuncio por sus enseñanzas y misión. Ninguno dueño, todos servidores del Evangelio. Y en cada uno que proclama con fe: "Tú eres el Cristo", la misma piedra sigue resonando.

Pedro y Pablo. Dos nombres tallados en la memoria de la Iglesia. Dos destinos entrelazados por la gracia. Dos testigos que marcaron los primeros años de la comunidad cristiana con su presencia luminosa y su entrega radical. Pedro, pescador de Galilea, sin letras, apasionado y frágil. Pablo, fariseo de formación rigurosa, discípulo de la ley, derribado por una luz que lo cegó para que pudiera ver. El uno caminó tras Jesús por los senderos de Palestina, a través de encuentros y caídas. El otro lo encontró en el camino, en el ardor de una voz que rompió sus certezas.

Ambos, tan distintos, fueron modelados por la misma llamada. Ambos ofrecieron sus dones, su historia y su carácter al servicio del Evangelio. Desde las orillas del lago hasta las puertas de Roma, recorrieron caminos sembrados de anuncio y cruz, de persecuciones y de maravillas. La Escritura no oculta sus debilidades. Las muestra con honestidad, sin afeites ni triunfalismos, para señalar que la santidad no es punto de partida, sino fruto de la apertura a la gracia.

Ambos, mártires y santos, llegaron al final como se llega al altar: con las manos vacías y el interior transfigurado por el fuego del Evangelio. Entregaron su vida por el Evangelio, sellaron su fe con sangre y dejaron al mundo un testimonio que atraviesa las edades. En ellos resplandece la verdad del cristianismo: que el discípulo no nace perfecto, sino que se va haciendo santo en la medida en que abre el alma a la acción del Espíritu.

Hoy, al celebrar la memoria de Pedro y Pablo, elevamos también una plegaria por todos los que, en su nombre y en su misión, han sellado con sangre el testimonio de la fe. Recordamos a los mártires de cada siglo, a los cristianos perseguidos en tantas regiones del mundo, a los testigos ocultos que, sin nombre ni aplauso, edifican la Iglesia con el sacrificio silencioso de cada día.

El Señor no olvida. La sangre de los justos clama desde la tierra y fecunda la viña del Reino. Las puertas del infierno no prevalecen cuando el corazón del creyente permanece anclado en Cristo, cimiento indestructible, Señor resucitado, Esposo fiel de su Iglesia.

Por eso, hoy, en esta solemnidad gloriosa, elevamos con toda la Iglesia nuestra acción de gracias. Bendecimos al Dios vivo, que ha revelado su Nombre en la carne del Hijo. Alabamos al Cristo, fundamento eterno, que edifica su Iglesia con almas ardientes, modeladas en la fe y sostenidas con la fuerza de su Espíritu. Glorificamos al Espíritu Santo, que inspira en nosotros la confesión de la fe verdadera, purifica las intenciones, fortalece la misión y guía nuestros pasos hacia la plenitud del Reino.

Rindamos alabanza al Dios trino, por la firmeza de Pedro, por el ardor de Pablo, por la gracia que los unió en la cruz, por el Evangelio que anunciaron hasta el martirio. Su testimonio no ha pasado. Resplandece aún en las piedras de Roma y en el servicio pastoral del Sucesor de Pedro, en la memoria viva de las Iglesias apostólicas de Oriente y Occidente, en las catedrales del mundo, en las cárceles de los perseguidos, en las casas humildes donde se proclama la fe con sencillez de corazón y con el fuego del Espíritu.

Hoy el alma de la Iglesia se inclina en adoración. Y al contemplar a estos dos astros del firmamento apostólico, vuelve su mirada al Cordero que los encendió. En Él hallaron su fuerza. En Él encontraron su camino. En Él recibieron su corona.

A ti, Señor Jesús, Hijo del Dios vivo, confesado por Pedro, anunciado por Pablo, glorificado en tu Iglesia: 
honor y alabanza por los siglos de los siglos.

Amén.


Mons. + Abraham Luis Paula Ramírez

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