V Domingo de Pascua (C): "Amáos".

18.05.2025


El Leccionario en un texto

Primera Lectura: Hechos de los Apóstoles 14, 21b-27

"Es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios" (Hch 14,22).

Salmo Responsorial: Salmo 144(145), 8-9.10-11.12-13ab

"El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad" (Sal 144,8).

Segunda Lectura: Apocalipsis 21, 1-5a

"Vi un cielo nuevo y una tierra nueva" (Ap 21,1).

Evangelio: Juan 13, 31-33a.34-35

"Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado" (Jn 13,34). 



HOMILÍA 


Amados hermanos en el Resucitado:

En este quinto Domingo de la Pascua, seguimos caminando bajo la luz serena y victoriosa del Cristo glorificado. El fulgor del sepulcro vacío continúa iluminando los caminos de la Iglesia, que avanza entre las naciones como columna de fuego en medio de la noche del mundo. Este es el tiempo del gozo luminoso, en que la Esposa se deja conducir por el Espíritu hacia la plenitud del misterio, mientras el Esposo —el Cordero inmolado y viviente— se va acercando a su Ascensión, abriendo ante nosotros las puertas de su Reino. Con voz firme y corazón ardiente, la Iglesia proclama: Cristo ha resucitado, y con Él resplandece para nosotros la promesa de la Vida eterna.

En este clima de esperanza, la Liturgia de la Palabra nos traza hoy el mapa del alma que busca a Dios: la perseverancia en la fe, la purificación en el sufrimiento, la visión de la Jerusalén celestial, y la ley suprema del amor. Todo se entrelaza como una sinfonía pascual, donde cada nota apunta hacia la morada definitiva, donde Dios será todo en todos.

En la primera lectura, tomada del libro de los Hechos, Pablo y Bernabé regresan a las comunidades nacientes, fortaleciendo los corazones, exhortando a los fieles a "perseverar en la fe" (Hch 14,22). El tono de esta exhortación no es ingenuo ni triunfalista: "Es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios". La cruz no es un accidente en el camino; es la puerta estrecha que introduce en la gloria. La fe cristiana —auténtica, viva, ardiente— no florece en la comodidad, sino en el crisol de las pruebas. Cada paso de la misión apostólica está acompañado de oración, ayuno, encomienda al Señor. No hay improvisación en el Reino: todo es entrega, discernimiento, obediencia al Espíritu.

Este anuncio de la perseverancia en el sufrimiento pudiera parecer, a ojos del mundo, un discurso pesimista o incluso una forma velada de resignarse ante las adversidades. Sin embargo, para quien ha nacido del Espíritu y ha sido iniciado en los misterios del Reino, esta palabra es una profecía de victoria. La tribulación, lejos de ser un castigo o una derrota, se convierte —cuando es acogida con fe— en camino de purificación y configuración con Cristo. No destruye al creyente: lo talla. No lo anula: lo madura. Es en medio de las heridas cuando el alma, misteriosamente, se asemeja más a su Salvador crucificado y glorificado. Como el oro en el crisol, la fe verdadera se revela en el dolor, y en esa prueba nace una fidelidad más sólida, una esperanza más pura, un amor más semejante al del Corazón traspasado de Cristo.

Así, cuando los apóstoles regresan a Antioquía y narran a la comunidad lo que Dios ha obrado por medio de ellos, no se detienen en relatar gestas personales ni exhiben el mérito de sus fatigas. Todo lo atribuyen a la iniciativa y la acción de la gracia: reconocen que ha sido Dios mismo quien ha abierto a los gentiles la puerta de la fe, y que ellos no han sido sino instrumentos dóciles en sus manos. La fe no es conquista humana, sino don inmerecido; la misión no es empresa individual, sino llamada y envío del Señor; el fruto no proviene del esfuerzo solamente, sino de la acción silenciosa y eficaz del Espíritu Santo. Todo en la Iglesia, cuando es auténtico, desborda de la gloria del Resucitado, que actúa en los suyos y a través de ellos, como cabeza viva que guía y vivifica su cuerpo.

Y mientras la Palabra apostólica nos anima en medio de las pruebas, el salmista eleva un himno de bendición: "Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi Rey" (Sal 144). Este cántico brota del alma que ha conocido al Señor no solo en sus consuelos, sino también en sus silencios. No se canta así desde la superficialidad. Solo el que ha experimentado la fidelidad de Dios en la noche del alma puede exclamar: "El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad".

Sin embargo, ¿dónde radica hoy nuestra fe? ¿Qué sostiene verdaderamente nuestra esperanza? Muchos confunden la fe con una emoción pasajera: un fervor que arde un momento y luego se apaga al primer viento contrario. Otros la basan en lo visible, en estructuras, en líderes humanos, en la solidez aparente de lo tangible, olvidando que Dios busca adoradores "en espíritu y en verdad" (Jn 4,24), no en la espectacularidad ni en el prestigio. También están aquellos que hacen descansar su fe en figuras carismáticas, sin aprender a caminar con autonomía espiritual. Pero si ese líder cae, ¿dónde queda su fe? ¿No recuerda esto a las palabras del apóstol: "¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros?" (1 Cor 1,13)?

Es necesario revisar el fundamento de nuestra fe. Solo una fe anclada en Cristo crucificado y resucitado, probada en el sufrimiento y vivificada por el Espíritu, puede sostenernos hasta el final. Solo desde esta roca se puede bendecir a Dios "por siempre". ¿Por siempre? ¿Cómo será esto?

La segunda lectura, desde la visión gloriosa del Apocalipsis, nos muestra el horizonte que nos espera: "Vi un cielo nuevo y una tierra nueva... Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén" (Ap 21,1-2). Lo que Pablo anunciaba como meta en la tribulación, Juan lo contempla como promesa cumplida: el Reino de Dios donde toda lágrima será enjugada, donde no habrá más muerte, ni luto, ni llanto ni dolor.

Este Reino no es una utopía ni un sueño piadoso: es la consumación del designio divino. La nueva Jerusalén "descendía del cielo, de parte de Dios", como Esposa adornada para su Esposo. Es el símbolo vivo de la Iglesia glorificada, la comunidad de los redimidos, purificada por el fuego del amor y la fidelidad. Pero para entrar en esta Ciudad Santa, es necesario haber sido testigo. El Reino es herencia, pero también recompensa. Es don, pero también fruto.

En esta visión no solo se honra a los mártires de los primeros siglos, cuya sangre selló los cimientos de la Iglesia. También se nos recuerda a los mártires de nuestro tiempo, cuya voz muchas veces es silenciada, pero que arden como llamas vivas en la oscuridad de este siglo. Son los que aún hoy —en África, Asia, América Latina, Europa también— mueren por confesar el nombre de Jesús. Esta fe no es memoria de un pasado heroico: es testimonio vivo, es realidad palpitante. Y si el mundo los ignora, el Cordero no. Ellos ya han oído la voz que proclama: "Mira, hago nuevas todas las cosas".

Ante su testimonio silencioso y heroico, nuestra conciencia no puede permanecer indiferente. Nuestra oración —como incienso que sube ante el trono del Cordero— ha de ser un abrigo invisible que acompañe a quienes hoy sufren por el Evangelio. No podemos mirar hacia la Jerusalén celestial sin, al mismo tiempo, cargar espiritualmente con aquellos que son perseguidos por causa del Reino. La comunión de los santos es real, y en ella se nos invita a ser cirios que, aun en la distancia, arrojan luz y calor a quienes caminan entre sombras y espinas.

Y es precisamente aquí, en esta geografía del dolor y la fidelidad, donde el Evangelio de hoy cobra toda su fuerza. Porque en el contexto más oscuro —cuando Judas acaba de salir del cenáculo para consumar la traición— el Señor pronuncia una de sus palabras más decisivas. No es casual: en el umbral del abandono y la cruz, Cristo revela el mandamiento más luminoso y exigente. "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado" (Jn 13,34).

El amor cristiano no es sentimentalismo ni mera simpatía: es un mandamiento, es decir, un acto de voluntad sostenido por la gracia. Y su medida no es la reciprocidad humana, sino el amor de Cristo: hasta el extremo, hasta la cruz. Amar como Él nos ha amado significa renunciar al juicio precipitado, a la condena apresurada, a las guerras intestinas que fracturan el Cuerpo de Cristo.

Hoy, con dolor, constatamos que, aún entre los que llevamos el nombre de Cristo, las divisiones, las sospechas y las acusaciones mutuas no han cesado. Se ve fariseísmo envuelto en ropajes de ortodoxia, juicios sin encuentro, condenas sin caridad. En lugar de reconocernos como hermanos en camino hacia el mismo Reino, nos apuntamos con el dedo, aireamos nuestras heridas, y volvemos a abrir las llagas de un pasado que más bien debería movernos al arrepentimiento que al orgullo. Y no solo lo hacemos con palabras: a veces con silencios que excluyen, otras con discursos que hieren. Así, lo que debería ser testimonio de unidad se convierte en escándalo para el mundo. Y entonces nos preguntamos, con temblor: ¿Está verdaderamente Cristo reinando en nuestros corazones? ¿Cómo podremos entrar en la Jerusalén celestial si no sabemos reconocernos hermanos, si no nos amamos como hijos de un mismo Padre?

Como hemos señalado ya, estas actitudes no nacen de una fe madura, fundamentada en la persona viva de Jesucristo y su Evangelio de amor. Cuando eso ocurre, la caridad se debilita, y la verdad se convierte en piedra arrojadiza. Pero el Evangelio no nos permite esa dureza. Porque el verdadero discípulo no es el que presume tener la razón, sino el que se deja transformar por el amor de Cristo.

En el corazón del Maestro no hay lugar para el orgullo disfrazado de celo religioso, ni para la rivalidad entre comunidades, ni para la superioridad espiritual que mira desde arriba. En su corazón solo hay espacio para el amor que acoge, que perdona, que edifica y que une. Solo quien ha aprendido a amar así, está verdaderamente en camino hacia la Jerusalén celestial.

La Iglesia primitiva supo vivir este amor, y por eso el mundo exclamaba con asombro: "¡Mirad cómo se aman!" (cf. Tertuliano, Apologeticum 39). Que lo mismo puedan decir de nosotros hoy.

Amados:

Avancemos por este tiempo pascual no como quien deambula sin rumbo, sino como quien ha oído, en lo profundo del alma, la Voz del Resucitado que llama. Él nos precede en la gloria, y prepara para nosotros una morada eterna, donde todo será transformado y donde Dios enjugará toda lágrima de nuestros ojos.

Pero ese Reino no se alcanza por caminos de orgullo ni de división. Se entra por el amor vivido, por la fe que persevera, por la adoración en espíritu y en verdad. A la Jerusalén celestial no se llega con palabras duras ni corazones cerrados, sino con las manos abiertas y el alma encendida por el fuego del Evangelio.

Por eso, no olvidemos aquellas palabras del Pregón pascual, que aún palpitan como una antífona eterna en el corazón de la Iglesia:

"¡Qué noche tan dichosa, en que se une el cielo con la tierra, lo humano con lo divino!"

Que este misterio de unión —de lo visible con lo invisible, de lo humano redimido con lo divino glorificado— sea nuestra esperanza, nuestra vocación y nuestro camino. Y que un día, sostenidos por la gracia, transformados por el amor y revestidos de luz, entremos con gozo en la Ciudad del Cordero, donde el Amor eterno nos espera, nos abraza y nos corona.

Amén.


Mons. + Abraham Luis Paula