Unidad de Oración y Comunión Eucarística


En la rica vida de la Iglesia de Cristo, resplandece de manera singular la figura del obispo, símbolo y garante de la unidad y custodia de la sana doctrina. Mucho se pudiera hablar al respecto, ya que el ministerio episcopal si bien puede comprender la ejecución de funciones administrativas, bien sabemos que constituye mucho más que eso, es una vocación profunda que refleja el amor y la dedicación al servicio del pueblo de Dios.  En tradición patrística, se nos ofrece un ejemplo sublime en la figura de San Basilio, quien se entregó por completo al fiel servicio de la Iglesia y al multiforme ejercicio del ministerio episcopal. Al seguir su vida y entrega, encontramos que, en su deseo de agradar al Maestro y teniendo al Espíritu Santo por alfarero, llegó a convertirse en apóstol y ministro de Cristo, dispensador de los misterios de Dios, heraldo del Reino, modelo y norma de piedad, ojo vigilante del cuerpo de la Iglesia, pastor de las ovejas de Cristo, médico compasivo, padre nutricio, cooperador de Dios, agricultor de Su viña y constructor del templo divino.

Es tal la importancia de este ministerio que merece nuestra profunda atención y reflexión. Aunque este estudio no pretende agotar la amplitud de la dimensión del ministerio episcopal, busca ofrecer aquellos elementos esenciales, fundamentados en las Sagradas Escrituras, la tradición patrística y la teología, que lo sustentan. Asimismo, se concibe como una introducción que favorezca la comprensión de la comunión o colegialidad episcopal entre los obispos, quienes, fundamentados en los rasgos más auténticos de la catolicidad, nos identificamos como sucesores de los apóstoles en virtud de la Sucesión Apostólica que hemos recibido y guardamos. Esto nos coloca, tanto como custodios de la doctrina, como portadores de la sagrada genealogía histórica que nos conecta con los apóstoles.

El Soplo del Espíritu y el Nacimiento del Ministerio Apostólico


El término "obispo", derivado del griego epískopos ("supervisor" o "vigilante"), encierra una misión espiritual profunda que va más allá del mero acto de supervisar. En la tradición cristiana, desde el Nuevo Testamento, se designan a aquellos llamados a ser los guardianes de las almas, velando por la pureza y unidad de la Iglesia. Esta dignidad, en su sentido más elevado, se atribuye a Cristo mismo, quien es referido como "el obispo de nuestras almas" (1Pe 2:25), resaltando su rol como cuidador y protector del pueblo de Dios.

Durante la era apostólica, los términos presbíteros (ancianos) y epískopos parecían haberse usado de manera intercambiable, como lo documenta San Juan Crisóstomo. Este santo Padre, al igual que Clemente de Roma en el siglo I, señala que los ancianos de la Iglesia primitiva también eran considerados "supervisores" u "obispos", revelando la fluidez en el uso de estas designaciones en los primeros tiempos de la Iglesia. Sin embargo, a partir del siglo II, la función del obispo comenzó a definirse con mayor claridad, adquiriendo responsabilidades adicionales conforme la Iglesia se expandía y evolucionaba.

Las Escrituras, especialmente en la primera carta a Timoteo (3:2-7), ofrecen un retrato detallado de las virtudes y deberes que deben caracterizar al obispo: un hombre irreprochable, moderado y capaz de enseñar, llamado a reflejar en su vida y ministerio la imagen de Cristo, el verdadero Pastor de su rebaño. Estos requisitos subrayan que el liderazgo episcopal no se basa en habilidades naturales o prominencia social, sino en un carácter piadoso y una relación genuina con Jesucristo.

En el Evangelio según San Juan (20:19-23), se nos revela un instante de sublime trascendencia en la existencia de los discípulos del Señor Jesucristo. Encerrados tras puertas cerradas, envueltos en el temor y la incertidumbre, consecuencia de los dolorosos sucesos de la Pasión, los apóstoles reciben la visita gloriosa del Resucitado. Jesús aparece en medio de ellos, no solo como el amado Maestro, sino como el Soberano victorioso sobre el pecado y la muerte. Su saludo, "Paz a vosotros", trasciende la mera expresión de consuelo; es el anuncio de la paz divina, aquella que su sacrificio en el Calvario ha sellado eternamente entre Dios y los hombres, restableciendo la armonía perdida en el corazón de la creación.

Jesús, en un gesto lleno de revelación y profundidad, muestra a los discípulos las heridas gloriosas de su Pasión, testigos eternos de su sacrificio redentor. Estas marcas sagradas son el sello de la victoria sobre el mal, el signo tangible del amor sin ocaso que ofreció por la humanidad. Luego, en un acto que evoca el misterio primordial de la creación en el Génesis, el Señor sopla sobre ellos el Espíritu Santo. Este aliento divino no es un mero símbolo, sino una infusión espiritual de poder inconmensurable. Con este gesto, Cristo otorga a sus discípulos el Espíritu vivificante, el mismo que en Pentecostés se manifestaría de manera visible y poderosa sobre toda la Iglesia naciente. En esta aparición del Resucitado se cimienta el fundamento del ministerio apostólico y la autoridad sagrada que el Señor confiere a sus seguidores, preparando así el camino para la expansión de su Reino y la proclamación del Evangelio hasta los confines de la tierra. 

Esta acción de Jesús, al soplar sobre sus discípulos, está cargada de profundas resonancias bíblicas y teológicas. En el relato primigenio de la creación (Génesis 2:7), Dios insufla su aliento de vida en el hombre, transformándolo en un ser viviente. De manera análoga, al soplar sobre los apóstoles, el Señor los recrea espiritualmente, renovándolos para una misión divina. Ya no serían meros hombres sujetos al peso de la Ley, impotente para otorgar la salvación. Ahora, en virtud del aliento del Dios Hijo, son adoptados como hijos de Dios, portadores del don vivificante del Espíritu. En ellos reside la misión de perpetuar la obra de Cristo en el mundo.

Este soplo del Maestro es fecundo, renovador, vivificante, con su aliento inaugura la nueva creación en Sí mismo. Lo antiguo, representado por Adán y su caída, ha quedado atrás. Como dice la Escritura: "He aquí, son nuevas todas las cosas", porque el Postrer Adán ha venido. Con su venida, trae la Gracia, el don inmerecido, el nacimiento de una nueva humanidad regenerada por el Espíritu. Lo que una vez estuvo perdido en el Edén, ha sido restaurado en el Resucitado, y con ello, la humanidad es llamada a vivir en la luz de esta nueva creación, donde la vida eterna florece en el alma de aquellos que participan de la gracia divina.

Si bien en la Última Cena el Divino Salvador instituyó el sacerdocio al encomendar a sus discípulos perpetuar el memorial sagrado de su Cuerpo y Sangre, ahora, en su gloriosa resurrección, les confiere una nueva dimensión de su ministerio al impartirles el don del Espíritu Santo. Con ese aliento celestial, Jesús otorga a los apóstoles el Ministerio de las Llaves, concediéndoles el poder sublime de perdonar y retener los pecados, de atar y desatar en Su nombre. Este poder, que yace en lo profundo del misterio de la redención, se revelaría plenamente en Pentecostés, el día de la promesa, el día grande en que la Iglesia naciente sería ungida por el Espíritu, y su misión en el mundo quedaría sellada para siempre. 

Al recibir los apóstoles el Espíritu en el soplo divino del Cristo resucitado, se vislumbra una investidura de carácter sagrado, cual si de una consagración se tratase, que los capacita espiritualmente para cumplir su misión como apóstoles y, en cierto modo, como los primeros obispos de la Iglesia de Cristo. A través del don del Espíritu Santo y el poder de la reconciliación, el Señor los prepara para ejercer en plenitud el ministerio que desplegarán tras la Gran Comisión. En ellos se reconoce el germen del sacerdocio del Nuevo Pacto, destinado a presidir la celebración eucarística y, al mismo tiempo, a asumir la misión de enseñar, santificar y gobernar al Pueblo de Dios. Esta triple función, reflejo del oficio mismo de Cristo, será ejercida con la autoridad espiritual que el Resucitado ha conferido a quienes ha elegido como columnas de su Iglesia, para anunciar el Reino y conducir las almas al misterio de la salvación.

La plenitud del sacerdocio que Jesús instituyó en la Última Cena encuentra aquí su consumación en el envío apostólico. Los apóstoles, fortalecidos con el poder del Espíritu, son ahora pastores y guardianes de la fe, llamados a ser faros de luz para la Iglesia naciente, custodios de los misterios sagrados y defensores de la verdad revelada en Cristo. Así, el ministerio sacerdotal y episcopal, enraizado en el amor redentor del Señor, se extiende a través de ellos hacia todo el orbe, llevando el mensaje de vida y esperanza a cada rincón del mundo.

La Unidad del Ministerio Apostólico 

"Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura". Con este mandato, los apóstoles emprendieron su misión hacia cada rincón del mundo conocido, sembrando la semilla del Evangelio de la salvación y levantando comunidades dedicadas a la adoración del Dios vivo. La estructura y el ministerio de estas nacientes comunidades fueron establecidos y guiados por los mismos apóstoles, quienes organizaron con sabiduría la vida espiritual y sacramental de la Iglesia. Bajo su liderazgo, la Iglesia floreció, y con el paso del tiempo, aquellos que heredaron esta misión sagrada de los apóstoles fueron conocidos como obispos, continuadores del ministerio apostólico, encargados de custodiar la fe y de pastorear al pueblo de Dios. 

Los obispos, instituidos y fortalecidos por el Espíritu Santo mediante el rito sagrado de la consagración, llevan sobre sus hombros la responsabilidad de ser el principio y fundamento visible de la unidad en sus Iglesias particulares. Ser apóstol y ministro de la reconciliación implica mucho más que la administración de los sacramentos: exige custodiar, vivir y manifestar la unidad de la Iglesia, ese tesoro espiritual que revela la comunión viva en Cristo. Cada apóstol, con su carácter propio y sus dones particulares, fue integrado por el Espíritu en la misión común del Señor resucitado. La diversidad de temperamentos y carismas encontraba su plena integración en la armonía apostólica, bajo la acción del Espíritu Santo, que suscitaba unidad en la pluralidad y convertía la diferencia en riqueza para la misión.

Esta unidad, a la vez visible y mística, constituye el corazón mismo de la estructura de la Iglesia. Los obispos, como legítimos sucesores de los apóstoles, están llamados a custodiarla con fidelidad, y a alimentarla mediante el ejercicio del ministerio de la reconciliación y la salvaguarda de la comunión. Son, en efecto, los guardianes de la fe y de la armonía eclesial, encargados de mantener el cuerpo de Cristo unido en el vínculo de la paz y de la verdad. 

A lo largo de los siglos, los obispos han sido venerados como los custodios de la unidad de la Iglesia. En su ser, la autoridad espiritual y el poder apostólico perduran, asegurando la lealtad al sagrado mandato de Cristo de preservar y transmitir la fe. Desde los albores de la cristiandad, los Concilios Ecuménicos y otras asambleas episcopales han sido testigos de cómo la Iglesia ha protegido su unidad sacramental y doctrinal. Estos encuentros han brindado a los obispos la oportunidad de deliberar y actuar en profunda comunión, defendiendo la ortodoxia y salvaguardando la integridad de la fe, contribuyendo así a la cohesión del Cuerpo de Cristo a lo largo de los siglos. Por ende, los obispos actúan como custodios de la tradición recibida y, al mismo tiempo, como arquitectos de la unidad eclesial, edificando la comunión en fidelidad al Evangelio. Con Cristo como su augusto Capitán, navegan en la barca de la Iglesia. En esta travesía espiritual, se erigen como timoneles que, con el corazón abierto y la mirada fija en el horizonte divino, conducen a la comunidad que les ha sido encomendada hacia las aguas serenas de la Esperanza.

Este ministerio de los obispos, que se erige con nobleza en la jerarquía de la Iglesia, encuentra su fundamento en la Sucesión Apostólica, cuyo origen se remonta a los mismos apóstoles. Aquellos a quienes el Señor envió al mundo con el sagrado mandato de proclamar el Evangelio fueron dotados con el divino aliento del Espíritu Santo. A través de la imposición de manos, transmitieron este don espiritual a sus colaboradores, estableciendo así el rito de la consagración episcopal, un sacramento que ha perdurado a lo largo de los siglos como el acto solemne por el cual el obispo recibe la plenitud del sacerdocio de Cristo. Esta sucesión ininterrumpida garantiza la continuidad de la misión apostólica en la Iglesia, y es también fuente y signo de unidad para la comunidad cristiana, confiada a la guía sabia y pastoral de sus legítimos pastores.

La consagración episcopal trasciende lo meramente simbólico, constituyendo el grado supremo del Sacramento del Orden, en el cual se confiere al obispo la inefable gracia del Espíritu Santo. A través de este sacramento, el obispo es marcado con un carácter indeleble que lo capacita para actuar en el nombre de Cristo, asumiendo las funciones de Maestro, Pastor y Sacerdote. En virtud de esta gracia, los obispos se convierten en auténticos ministros de la reconciliación, llamados a guiar, santificar y enseñar al pueblo de Dios. Como testifica la Escritura: "Como el Padre me envió, así también yo os envío" (Jn 20,21), los obispos, herederos de la misión apostólica, son enviados para apacentar al rebaño, conduciendo a las comunidades a ellos encomendadas hacia la plena comunión con Cristo. 

Al ser consagrado, cada obispo se convierte en pastor de una Iglesia particular, en cuyo seno deposita su solicitud amorosa por el rebaño confiado a su cuidado. Sin embargo, su ministerio no se encierra en los límites de su propia grey, pues su vocación, arraigada en la sucesión apostólica, lo hace partícipe de una misión más amplia: velar por el bienestar espiritual de toda la Iglesia de Cristo. Esta sagrada corresponsabilidad une a los obispos en un vínculo místico de comunión, reflejo de la unidad del Cuerpo de Cristo. Desde los tiempos apostólicos, la colegialidad ha sido el sello distintivo de su servicio, como expresa con elocuencia San Cipriano de Cartago: "La Iglesia es una, y los obispos, en su comunión, son uno, compartiendo una misma fe y un solo altar". 

Una de las expresiones más elocuentes de esta unidad entre los obispos se manifiesta en la venerable tradición por la cual varios prelados participan en la consagración de un nuevo hermano en el episcopado. Este gesto litúrgico, cargado de simbolismo sagrado, no solo refuerza la comunión que une a los pastores en una misión común, sino que también encarna visiblemente la colegialidad que los vincula en el Espíritu. La presencia conjunta de los obispos en esta solemne celebración subraya su mutua corresponsabilidad y fortalece los lazos espirituales que los unen en el servicio amoroso al Cuerpo de Cristo, la Iglesia. 

La Eucaristía Símbolo de Unidad

La Eucaristía, presidida por el obispo, se erige como la manifestación más sublime de la koinonía, esa comunión divina que, en nombre de Cristo, el Buen Pastor (Jn 10,11), convoca a la comunidad en torno al altar sagrado. En este misterio insondable, se revela la plena unión con el Señor y con la totalidad de la Iglesia universal. Bajo la guía del obispo, la asamblea de los fieles participa de la adoración, mientras él, en su condición de signo visible de Cristo, ofrece el sacrificio de acción de gracias en un acto que trasciende el tiempo y el espacio. La Eucaristía presidida por el obispo se convierte así en un testimonio latente de la unidad indisoluble de la Iglesia. San Ignacio de Antioquía lo expresa con singular claridad: "Donde está el obispo, allí está la Iglesia", subrayando que la presencia del obispo en la Eucaristía no solo refleja la comunión de los fieles con Cristo, sino también la comunión fraterna que los une entre sí en el vínculo del amor divino. 

Así, la misión de los obispos, como herederos del ministerio apostólico, se manifiesta como un servicio insigne a la unidad eclesial, expresado tanto en la custodia fiel de la doctrina como en la celebración reverente de los divinos misterios. En cada Eucaristía presidida por el obispo, la Iglesia universal se hace tangible, reflejando en su plenitud la comunión de los fieles con Cristo, quien es la Cabeza viva y gloriosa de su Cuerpo místico, la Iglesia. La comunión con el obispo, en este sagrado acto, es más que un signo; es la misma participación en el vínculo de gracia que une a todos los creyentes con el Salvador y entre sí, en un solo Espíritu y una sola fe. 

En los primeros siglos de la Iglesia, el sistema de la pentarquía, encarnado en las cinco venerables sedes patriarcales de Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén, se erigía como un signo resplandeciente de la unidad eclesial. A través de la colaboración y la profunda comunión entre los obispos que presidían estas sedes, se tejía un lazo de fraternidad apostólica, que trascendía las jurisdicciones particulares. Estos patriarcas, aunque separados por distancias geográficas, participaban de una comunión mística y sacramental que reafirmaba su misión común de ser custodios de la ortodoxia. La unidad que los unía trascendía toda forma de organización humana, pues era una realidad sagrada, sellada por la gracia divina, que los vinculaba en la defensa y proclamación de la fe cristiana, y se hacía plenamente visible en la mesa del Señor.

La comunidad cristiana, reunida en torno al obispo y a la celebración de la Eucaristía, constituía la esencia misma de la Iglesia local. Lejos de ser una fracción del Cuerpo de Cristo, esta asamblea encarnaba plenamente a la Iglesia de Jesucristo. Como reunión del pueblo de Dios en torno al misterio pascual, la comunidad eucarística manifestaba en sí misma la totalidad de la Iglesia universal. En cada celebración litúrgica se actualizaban los frutos de la redención y la comunión con Cristo. En cada altar, la Iglesia hallaba su unidad y su plenitud, revelando que el misterio eucarístico trasciende toda frontera entre lo local y lo universal: la Iglesia entera se hace presente en la asamblea congregada ante el sacramento del amor, allí donde los ángeles del cielo se postran con reverencia y unen sus voces a la alabanza de los fieles, adorando al Dios tres veces Santo. 

Cada iglesia local que celebra la divina Liturgia eucarística posee las "notas" esenciales de la verdadera Iglesia de Cristo: unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. Estas características no pueden ser atribuibles a ninguna asamblea meramente humana; son los signos escatológicos que el Espíritu Santo concede a la comunidad. Como señala Florovsky, "los sacramentos constituyen la Iglesia", y solo a través de ellos la comunidad cristiana trasciende sus dimensiones humanas para convertirse en la verdadera Iglesia.

Cuando una iglesia local se edifica sobre la Eucaristía, trasciende de ser una mera porción del pueblo universal de Dios; es el "pléroma", la plenitud del Reino anticipada y realizada en el misterio eucarístico. En el Cuerpo de Cristo, indivisible y glorioso, no hay lugar para nociones de fragmentación o parcialidad. La Eucaristía, como suprema manifestación de la unidad y la integridad de la Iglesia, se convierte en la norma absoluta que define y sostiene la estructura eclesial, reflejando el misterio de lo divino que abraza y se eleva sobre toda temporalidad. 

De la plenitud eucarística brota el ministerio del obispo, cuya misión en la Iglesia primitiva comprendía tanto la expansión territorial como el testimonio de una realidad más profunda: la configuración sacramental con Cristo para el servicio de su Cuerpo. En virtud de la autoridad recibida, el obispo es quien transmite la misión apostólica, ordenando a quienes han sido llamados a hacer presente al Señor en el mundo, por medio de la proclamación de la Palabra y la celebración de los Sacramentos.

Su existencia ministerial se consagra en el servicio de la Eucaristía, donde la vida de la Iglesia se alimenta y donde el Reino de Dios, aún esperado, se anticipa sacramentalmente. Como primer servidor entre los obreros del Evangelio, el obispo encarna el rostro de Cristo, el Siervo obediente, cuya entrega redentora se actualiza en el altar. En el ámbito de su Iglesia local, ejerce un sacerdocio que lo vincula íntimamente con el misterio del Pastor eterno. Su participación en el colegio apostólico encuentra en la celebración eucarística el centro teológico de su misión, allí donde la Iglesia alcanza su forma más alta y su unidad más verdadera.

Las Iglesias orientales, con las que la Iglesia Antigua Católica y Apostólica (IACA) mantiene comunión espiritual y veneración mutua por la fe recibida, han conservado con admirable fidelidad muchos elementos sustanciales del modelo eclesial apostólico. Esta misma visión ha sido también custodiada y desarrollada por la Iglesia Católica Romana, particularmente a través del Magisterio del Concilio Vaticano II, que ha reafirmado la dignidad de cada Iglesia particular presidida por su obispo y la centralidad de la Eucaristía como epifanía de la Iglesia.  

Esta comprensión, conocida como eclesiología eucarística —y en algunos círculos contemporáneos, como eclesiología "holográfica"—, reconoce en cada obispo un verdadero sucesor de los Apóstoles. Las Iglesias, así reunidas en la fe y la caridad, forman lo que Eusebio de Cesarea llamaba una "unión común de Iglesias". En esta estructura, todos los obispos participan de la misma dignidad sacramental, si bien, por razones pastorales y litúrgicas, algunos pueden ejercer funciones particulares como metropolitanos, arzobispos o patriarcas. Tal concepción eclesial refleja una visión profunda de la unidad en la diversidad del Cuerpo de Cristo, donde cada Iglesia local, unida en la misma fe y caridad, contribuye a la edificación de la Iglesia universal. 


El Obispo y la Iglesia de Cristo: San Ignacio de Antioquía 

San Ignacio de Antioquía, nacido alrededor del año 35 d.C. y martirizado hacia el 107 d.C., es una figura eminente entre los Padres Apostólicos y uno de los primeros teólogos que articuló la importancia de la unidad en la Iglesia. Su ministerio se desarrolló en un tiempo en que la comunidad cristiana comenzaba a organizarse y a enfrentar desafíos externos e internos. A través de sus epístolas, Ignacio defiende la necesidad de la comunión con el obispo como pilar fundamental para la vida de la Iglesia. Su obra ha dejado una huella indeleble en la teología cristiana, siendo un referente en el entendimiento de la relación entre la Eucaristía, el obispo y los fieles.

Los párrafos anteriores se han inspirado profundamente en la teología de san Ignacio de Antioquía, quien contempla la Eucaristía, celebrada en torno al obispo, como el signo más elevado de la comunión entre los fieles y con Cristo. A través de su consagración, el obispo actúa como el representante visible de Cristo en la comunidad, siendo el único dispensador de los sacramentos que confieren la gracia divina, según la más antigua tradición. En la Eucaristía, esta gracia fluye de manera especial, persuadiendo los corazones de los fieles y creando una profunda unión con el Cuerpo de Cristo, tanto terrenal como celestial. Para san Ignacio, la Eucaristía constituye la esencia misma de la vida eclesial, enlazando a la Iglesia en una manifestación perpetua del amor divino.

Este vínculo sacratísimo expresa la íntima unión de los fieles con Dios y, al mismo tiempo, manifiesta la estructura jerárquica de la Iglesia, en la cual el obispo, como sucesor de los apóstoles, se convierte en signo visible de la continuidad apostólica y punto de referencia para la comunión eclesial. Así, sacerdotes, diáconos y todo el pueblo fiel son orientados, guiados y fortalecidos por el ministerio episcopal. En este contexto, San Ignacio de Antioquía advierte claramente: "Sin el obispo, no es lícito ni bautizar ni celebrar la Eucaristía".

Dentro de este contexto, los sacerdotes ejercen su ministerio en estrecha comunión con el obispo, como sus colaboradores inmediatos, actuando en su nombre y bajo su autoridad pastoral. Sin la comunión con el obispo, aunque los sacramentos puedan ser válidos en ciertos casos, pierden su plena legitimidad en el orden de la Iglesia. Es a través del obispo que se garantiza la integridad y comunión de la comunidad eclesial con el Cuerpo de Cristo, asegurando que los sacramentos se celebren en conformidad con la fe apostólica.

Así, la figura del obispo encarna la cabeza visible de la Iglesia local, y es en torno a su ministerio que los fieles encuentran el canal para participar en los misterios divinos y, por ende, en la vida misma de Cristo.

La Iglesia local, presidida por su obispo, participa plenamente en la única Iglesia, Santa, Católica y Apostólica, formando con las demás comunidades un solo Cuerpo en Cristo. La celebración de la Eucaristía, presidida por el obispo o realizada en comunión con él, constituye un vínculo visible y místico con la Iglesia universal, uniendo en un mismo misterio a los fieles de todo los tiempo y lugar. San Ignacio sostiene con firmeza que la verdadera Eucaristía y la auténtica Iglesia no pueden existir sin el obispo. Este, como sucesor de los apóstoles y representante de Cristo, actúa como el lazo que une a los fieles entre sí y con el Señor, subrayando la importancia de la autoridad episcopal para preservar la integridad de la fe cristiana y la vida sacramental. En consecuencia, la obediencia al obispo se erige como una manifestación de fidelidad a Cristo y a su Iglesia, reflejando el compromiso de cada creyente con la comunidad de fe. Por tanto, se invita a los fieles a profundizar en la teología de san Ignacio, quien, sin duda, ilumina la comprensión de nuestra relación con el obispo y la Eucaristía.

Conclusión: Reflejos de la Unidad Apostólica en la Visión de la IACA 

Todo lo expuesto anteriormente se encuentra en profunda sintonía con la Tradición apostólica y patrística, así como con la visión de la Iglesia tal como se manifestó en los primeros siglos. Esta continuidad con las Fuentes de la Revelación permite comprender con mayor claridad la naturaleza y la finalidad del ministerio episcopal, como servicio a la unidad y a la santificación del Pueblo de Dios.

A lo largo del tiempo, diversas Iglesias han desarrollado criterios particulares para el reconocimiento de la Sucesión Apostólica, vinculando su ejercicio al contexto específico de determinadas jurisdicciones eclesiásticas. Desde una perspectiva enraizada en la Tradición indivisa de la Iglesia, se comprende que la catolicidad del episcopado tiene su fundamento en la validez sacramental, en la intención de comunión con la Iglesia universal y en la fidelidad a la misión confiada por Cristo a los Apóstoles, más allá de los límites de una pertenencia administrativa concreta.

Esta visión, lejos de contradecir otras expresiones eclesiales, se arraiga en el testimonio constante de la Iglesia indivisa y reconoce que la plenitud del episcopado se realiza allí donde se custodia la fe apostólica, se celebra la Eucaristía en comunión espiritual con la Iglesia universal y se ejerce el ministerio como signo y servidor de la unidad.

La consagración de los Apóstoles por parte de Cristo Resucitado, mediante el don del Espíritu Santo, constituye el nacimiento del ministerio episcopal en la Iglesia. En el caudal profundo de la herencia recibida de los Apóstoles —herencia que hoy reconocemos reflejada en comunidades como la IACA— se conserva viva la apostolicidad y la catolicidad, expresadas en rasgos identitarios y sacramentales que han sido preservados a lo largo de los siglos. Gracias a esta fidelidad, el anuncio del Evangelio y la santificación del Pueblo de Dios continúan realizándose a través de ministros ordenados conforme a la voluntad del Señor. 

La participación de los obispos en la celebración de la Eucaristía y en la consagración de sus hermanos en el episcopado reafirma la comunión sacramental entre quienes han recibido el mismo ministerio y, al mismo tiempo, renueva el compromiso con la misión apostólica confiada por el Espíritu a la Iglesia hasta el fin de los tiempos. En esta misma actitud espiritual, y con el deseo profundo de hacer visible que la unidad es posible cuando se fundamenta en el reconocimiento mutuo, en la fe común y en el afecto apostólico, la Iglesia Antigua Católica y Apostólica se alegra en dar a conocer los nombres de aquellos obispos con quienes su Metropolitano mantiene Unidad, Oración y Comunión Eucarística. 


Mons. + Abraham Luis Paula



Obispos en Unidad de Oración y Comunión Eucarística con el Metropolitano del Reino de España Abraham Luis Paula Ramírez, Obispo de la Iglesia Antigua Católica y Apostólica


Nacido el 13 de enero de 1976 en la ciudad de Kirovograd, Ucrania, en la entonces Unión Soviética, Alexey Solomyanuk ha dedicado su vida al servicio espiritual y al ministerio en la Iglesia Ortodoxa. Su camino hacia el sacerdocio se vio influenciado desde joven por una profunda búsqueda de conocimiento y una fe inquebrantable.

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